Jack Knowles era inspector de correos en un barrio de Plymouth, Inglaterra. Un día, mientras pasaba frente a una de las casas del barrio, una niñera salió de la casa gritando y pidiendo auxilio mientras señalaba la piscina que estaba detrás de la casa. El niño de tres años de edad al que ella había estado cuidando se estaba ahogando. Jack corrió hacia la piscina, se tiró al agua, sacó al niño y le salvó la vida mediante la administración de reanimación cardiopulmonar. Como los padres no se encontraban y la niñera estaba muerta de miedo por lo ocurrido, Jack dejó al niño al cuidado de unos vecinos y siguió con su trabajo de inspección como si no hubiera sucedido nada.
Pasaron dieciocho años y Jack Knowles y los padres de Paul Woods, aquel niño que ahora era mayor de edad, no se habían conocido personalmente. Sólo se conocían de nombre. Pero cuando Paul iba a cumplir veintiún años, sus padres decidieron invitar a Jack a la fiesta de cumpleaños. No fue sino hasta ese día que conocieron en persona al hombre que le había salvado la vida cuando tenía tres años.
En el momento del brindis, el padre de Paul anunció: "Esta fiesta nunca se hubiera celebrado si no fuera porque el señor Knowles le salvó la vida a nuestro querido Paul hace dieciocho años."
¿Cómo sería para Paul, a la vuelta de tantos años, encontrarse con su salvador? Debió de ser sumamente agradable, ya que se trataba del hombre a quien le debía la vida y todo lo hermoso y bueno que ella le ofrecía. Así mismo será el glorioso encuentro de cada creyente con Cristo al fin de los tiempos. ¡Qué hermoso será ver cara a cara a Aquel que, siendo Dios, santo y perfecto, no sólo arriesgó la vida sino que la entregó por nosotros en el madero de maldición para tener el gozo de invitarnos a una gran fiesta con Él en el cielo! Algunos días antes de su muerte y resurrección, Jesucristo les explicó a sus discípulos: "Voy a prepararles un lugar. Y si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté" (Juan 14: 2, 3). Y en Apocalipsis nos dio a entender que lo primero que haremos cuando lleguemos a ese lugar es celebrar con Él su fiesta de bodas. Por eso el ángel le dijo al apóstol Juan que escribiera acerca de Cristo, el Cordero de Dios inmolado por nuestros pecados, lo siguiente: "¡Dichosos los que han sido convidados a la cena de las bodas del Cordero!" Para aceptar su invitación a esa fiesta, sólo tenemos que abrirle a Cristo la puerta de nuestro corazón. De hacerlo así, Él promete que entrará, y cenará con nosotros, y nosotros cenaremos con Él. ¿Qué esperamos? Abrámosle la puerta de inmediato, a fin de asegurar nuestro lugar en ese banquete de bodas que se acerca, en el que lo veremos cara a cara.