MENSAJE
Hombros de campeon
- Hermano Pablo
Claro que no eran dioses,
Eran mortales los intrusos porque padecían enfermedades y era fácil
matarlos. Si los araucanos de Chile del siglo xvi hubieran sabido esto de
antemano, no habrían sido tan fácil presa de los conquistadores
españoles cuando éstos arribaron a sus tierras. Ahora tendrían
que entregarse a la tarea de expulsar a los invasores. Pero lo harían
con gusto, movidos por el mero placer de la venganza. Los españoles
los habían maltratado a tal extremo que se armó tremenda contienda
entre los caciques por decidir cuál de ellos habría de comandar
las tropas araucanas. De no haber sido por el sabio consejo del anciano
Colocolo, allí mismo habría terminado la proyectada guerra.
Esto fue lo que propuso el venerado cacique: que fuera jefe aquel que soportara
más tiempo un gran madero en los hombros.
Para la prueba emplearon un tronco tan pesado que les costó trabajo
hacerlo rodar. Paycabí lo sostuvo en sus hombros durante seis horas.
Purén y Ongolmo, a su turno, lograron sostenerlo medio día.
Cuando Elicura dejó caer de sus hombros el madero a las nueve horas,
lo tomó Tucapel, quien lo llevó a cuestas durante catorce.
Lincoya el fornido se quitó la capa y en sus tremendas espaldas cargó
el leño de sol a sol. Ya se consideraba vencedor cuando llegó
el valiente Caupolicán, quien agarró el áspero y nudoso
tronco como si fuera una vara y lo mantuvo firme en sus hombros durante
tres días y tres noches sin dar muestras de fatiga. Cuando al tercer
día lanzó lejos el tronco, los atónitos espectadores
ya habían consentido descargar sobre sus robustos hombros la pesada
y dura tarea que le esperaba.1
Por algo sería que en memoria del gran Caupolicán Rubén
Darío compuso un soneto cuya primera estrofa dice:
- Es algo formidable que vio la vieja raza:
- robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
- salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
- blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.2
Esta anécdota de Don Alonso de Ercilla trae a la memoria lo que
hizo Jesucristo para librarnos del poder de nuestro enemigo común.
Es cierto que Satanás es &laqno;el príncipe de este mundo»,3
pero nos ha engañado haciéndonos pensar que es más
poderoso de lo que es, ¡como si fuera Dios con mayúscula y
no con minúscula! Ahora los que hemos sufrido sus maltratos tenemos
que hacerle frente, pero no con nuestro propio poder sino con el poder del
Dios Fuerte que satisfizo los requisitos divinos para librarnos de ese yugo
opresor. Es que el Padre eterno en su infinita sabiduría descargó
sobre los robustos hombros de su valiente Hijo la pesada y dura tarea de
expulsar al invasor y así salvar al pecador. Esto no fue lo que propuso
sino lo que dispuso nuestro Cacique celestial: que el Capitán de
nuestra salvación muriera sin pecado propio alguno después
de cargar en sus hombros no sólo el peso del madero en el que fue
clavado sino también el peso del pecado de toda la humanidad, de
modo que a nosotros no nos tocara más que aceptar a ese Campeón
de nuestra redención como nuestro Salvador personal.

1Alonso de Ercilla y Zúñiga, La araucana,
pp. 16-19. 2Rubén Darío, Poesía, 2a ed. (Caracas: Fundación
Biblioteca Ayacucho, 1985), p. 175. 3Jn 12:31


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