En un cuento de Balzac, El hombre del callejón, tres hombres, han visto al asesino entrar al callejón: un crítico de arte; un policía y un sacerdote. El crítico de arte ve a una mujer, a pesar de la barba del interfecto. El policía ve la silueta de un animal y el sacerdote, al mismísimo diablo con dos cuernos y una enorme cola. Lo que sucedió según el autor, es que los testigos se vieron a sí mismos reflejados en el espejo que llevaba la víctima. Al parecer esto fue lo que le sucedió al crítico Roberto Quintero, al llevar a la sala de guardia a la novela La envidia es color de arsénico de Berna Burrel, debido a que los editores de la empresa editorial española Alfaguara decidieron publicarla. La autora desarrolla la versión del mito del golem, un ser envidioso y perverso, creado por un rabino, que vive para derramar su bilis hasta que descubre que el mismo es un invento, un juego de la conciencia de otro.
La ironía de la parábola se enfila contra los analfabetos culturales, los envidiosos de la modernidad. Sin embargo la crítica de Quintero no tiene el carácter purgativo del sarcasmo, ni ejerce la función higiénica de la malevolencia. Ni contiene ironía, esos refugios de la inteligencia. Su floración de ingenio, que no pasa de ser el típico menosprecio de aldea, no deja de tener como coartada el derecho a la opinión, pero no deja de ser una opinión cicatera, que con un endeble pujo de llama, exige que la configuración estética de la novela, coincida con su pobre concepción del género. En otros tiempos los críticos solían ser más infelices que un cubo, tener cálculos en la vejiga; ser desvergonzados y de lengua ruin, pero no eran policías ideológicos, ni ponían en el disparadero del aburrimiento sus opiniones de notarios del sabañón. Por eso no debemos escatimarle al crítico Roberto Quintero una nueva y honorable primogenitura. No podemos olvidar que el mejor ejemplo de crítica literaria, la estableció Aristófanes cuando escribió la comedia Las Ranas, para criticar a los poetas de su tiempo. En ella baja al infierno y le pide a Eurípides, que salve a la ciudad de su falta de profundidad poética.