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Martes 25 de enero de 2000


MENSAJE
Por un solo desliz

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Hermano Pablo

Carlos Hernández, vecino de Norwalk, Connecticut, Estados Unidos, se acomodó en el asiento de su automóvil. Estaba contento. Su esposa había bajado a una de las grandes tiendas de la ciudad. Era la Navidad de 1983 y había que comprar todos los regalos.

Carlos se puso a pensar en la buena vida que Dios le había dado. Un buen empleo, un buen auto, una linda esposa y dos hijitos hermosos. Pensando en estas felicidades de las que disfrutaba, se quedó medio dormido.

Sin darse cuenta, se deslizó del asiento, apretó con el pie el acelerador del auto, y éste, soltado del freno, dio un salto hacia adelante. El coche, fuera de control, atropelló la larga fila de personas que esperaban el ómnibus en la vereda, y lastimó seriamente a cincuenta y una de ellas. «Fue por un solo desliz», informaba el parte policial del accidente.

«Por un solo desliz» parece que no fuera nada. Un desliz del pie en la vereda, y uno cae de espaldas y se rompe la cabeza. Un desliz de un cigarrillo dejado encendido sobre la mesa, y el cigarrillo prende fuego a la alfombra y se quema toda la casa.

Un desliz del cuchillo que usamos para cortar el pollo, y por ahí se nos rebana por completo un dedo. Un desliz del pie del niño que juega en el balcón, y el pequeño cae desde un décimo piso hacia la calle y hacia la muerte.

Un desliz del jovencito que se escapa del colegio para probar su primer cigarrillo de marihuana, y así empieza la esclavitud de la drogadicción. Un desliz de la incauta jovencita que atiende las falsas palabras del hombre casado, y así comienza toda una serie de desengaños, amarguras y miserias.

Un desliz del ejecutivo brillante, o del político en ascenso, que no resiste la tentación que le ofrece una mujer hermosa, y así empieza a escribirse la historia de un adulterio que arruina una carrera, destruye un matrimonio y sume en la desgracia una familia.

Sólo el Señor Jesucristo, haciéndose cargo de nuestra vida, nos libra del desliz que conduce al fracaso, la ruina y la muerte. Para valernos de esa protección, debemos extender voluntariamente la mano y aferrarnos a la de Cristo, que nos extiende con infinito amor.

 

 

 

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