Aunque se me caiga la cara de vergüenza, tengo que decirlo: los temas de esta columna de domingo tienen a mucha gente cansada. Para consolarme pienso al revés, que la gente cansada que compra el periódico dominical, no quiere saber de mis temas, no porque sean míos, sino porque el mundo mismo, con su carga de dilemas, les importa a todos una remolacha.
Comparto la idea de que el domingo no es para hablar de política ni de economía ni de programas académicos, y mucho menos de la corrupción generalizada.
Ya he dicho que este día se hizo para quedarse en cama, jugando en cueros debajo de las sábanas, o para freír hojaldres como almuerzo, mientras los niños desparraman la alegría desde la piscina de plástico que les regaló la abuela.
Será por eso que nadie llama en la semana que me disparo con un artículo filosófico, o cuando analizo cualquier tema social basándome en cálculos matemáticos o utilizando la casuística como herramienta de observación.
Hay días cuando verdaderamente me esfuerzo, y trato de exponer una clara doctrina política, para enterarme desconsolado que a nadie le importó, y que pasaron la página como si se tratara de cualquier anuncio de zapatos, y no lo que es: una estupenda fórmula (otra) para salvar al país.
En cambio, cuando escribo de lo trivial, por ejemplo del perfil casi perfecto, como tallado a mano, de una mujer que a media calle me detiene para preguntar qué hora es, y me lanza un beso en acción de gracias cuando le digo "la una, mi amor", el teléfono no para de sonar en días, y el correo electrónico se llena de notas cibernéticas de felicitación.
Por eso es más fácil, y hasta desestresante, hablar de nada aparentemente serio, y ponernos a examinar la forma de caminar de esa mujer nerviosa, parpadeante, aquella que es como una candelilla inquieta, y que sólo se calma cuando cae en la prisión brutal de un abrazo de hombre.
Eso me hace pensar que el mundo está de cabeza. No puede ser que a nadie le interese mi plan de contingencia para reducir el porcentaje de pobreza, y estén más contentos al leer anécdotas locas que me acosan desde el pasado, y me obligan a escribir historias que tienen la cómica forma de un huevo.
Si me pongo a criticar a los curas, con su panza hinchada por la buena mesa y su lamentable letargo social, pasa una semana sin que nadie me dirija la palabra sobre mis Hojas Sueltas. Pero cuando me empujo una columna sobre la primera experiencia sexual de mi perra Canela ¡eureka! me convierto en el periodista más famoso de la redacción por un mes.
También sé que no tiene que agradarle a todo el mundo lo que escribo. Basta con que lo leas tú, que ahora sostienes el diario con interés infantil, esperando que saque de debajo de la manga un giro humorístico y te alegre el día.
Y te complazco porque sé que, como tú, el país entero tiene el alma laxa y fría por el desconcierto, y resulta una ofensa de mi parte ponerme a pontificar desde este espacio, donde la mayoría busca una ventana para mirar y oler las flores, y no otra desolada azotea desde donde tirarse de cabeza, alentados por la amargura y pesimismo que puedan inspirarles mis palabras.
Así que seguiremos las instrucciones del lector -señor, todopoderoso- y vamos a escribir día tras día esos cuentos sin tornillos, que despiertan la risa, y relajan el alma después de una semana de decepciones. |