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Martes 2 de enero de 2001



El alto precio de un contrabando maléfico

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Hermano pablo
California

El avión cruzaba las azules aguas del Caribe en vuelo normal. Procedía de Bolivia, y se acercaba a Miami, Florida. Una joven señora daba el biberón a su bebé.

Posiblemente quería aprovechar la calma del vuelo para esa eterna, tierna y maternal acción.

Pero ese bebé estaba extrañamente inmóvil y pálido. Una azafata vio algo raro en la joven madre y el bebé tan quieto, y comunicó sus sospechas al comandante del avión.

Cuando desembarcaron en Miami, unos guardias detuvieron a la señora. Las sospechas se confirmaron. El bebé venía muerto. Y dentro de su pequeño estómago tenía varias bolsas de plástico con cocaína. Ese era el medio que la joven mujer, ya que no se le puede llamar madre, estaba empleando para introducir la droga de contrabando.

Esta historia me la contó un empleado del aeropuerto de Miami cuando yo le conté el caso del joven traficante de Santa Cruz, Bolivia. «Hermano Pablo -me dijo él-, usted no se imagina la cantidad de recursos que los contrabandistas tienen para introducir la droga. Este de una madre que causa la muerte de su hijito con tal de ganar unos miles de dólares es uno de los peores que he visto.»

Vivimos en un mundo que ha hecho del ganar dinero la única aspiración de la vida. Ganar dinero, hacer dinero, acumular dinero en grandes cantidades, no importa cómo, no importa con qué delitos, es la fiebre dominante de millones.

La pornografía, la prostitución, el juego de azar, el tráfico de drogas, el chantaje, la estafa internacional usando bancos y compañías ficticias, la especulación con las monedas de todo el mundo, especialmente del mundo occidental, son los negocios que producen millones diariamente. Y millones de hombres y mujeres se dedican a ellos.

¿Qué se puede hacer contra esta marea incontenible que amenaza con ahogar lo poco de buenas virtudes que van quedando en el mundo? Sería necesario un cambio fenomenal en la conciencia y en la moral personal de todos los gobernantes, todos los jueces, todos los policías, todos los periodistas, todos los escritores y todos los ministros religiosos que hay en occidente.

Se trata de un cambio que sólo Jesucristo puede efectuar. Ese cambio comienza el momento en que cada uno de nosotros le rinde a Cristo la vida, la voluntad y el corazón.

 

 

 

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