Cuando en Latinoamérica pensábamos que quizás por fin los tiempos de los golpes de Estado habrían sido dejados en el pasado para abrir paso a una época de regímenes 100% democráticos, la noticia proveniente de Honduras siente como un balde de agua fría.
Tropas del ejército Hondureño penetraron en la residencia particular del Presidente Constitucional de ese país, el izquierdista Manuel Zelaya, y en medio de enfrentamientos armados con su guardia personal lo capturaron, trasladándolo en pijamas a una base militar donde lo montaron en un avión con dirección a Costa Rica.
No fue otra cosa que un golpe de Estado militar.
Zelaya había tenido encontronazos con el Congreso y el Tribunal Electoral de su país por su insistencia en añadir una pregunta sobre llamado a constituyente a una consulta pública celebrada ayer. Ambas instancias habían dictaminado que tal adición era ilegal, lo cual fue ignorado por el Presidente depuesto.
El arresto y deportación de Zelaya daba cumplimiento a una orden judicial en su contra promovida por el Congreso. Sin embargo, lo alarmante, y lo que ha causado el rechazo unánime de los estados miembros de Naciones Unidas y la OEA fue la forma en que se orquestó todo.
El servicio eléctrico en todo el país fue interrumpido luego de que los medios locales dieran los primeros reportes, por lo que gran parte de la población no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que se sintió el revuelo en las calles y el sonido de aviones y helicópteros.
El orden constitucional en todo país debe ser sagrado, sin importar la orientación ideológica de quienes ostenten el poder. Lo único que cabe en esta situación es el desconocimiento de todas las naciones a cualquier gobierno hondureño que no sea el elegido democráticamente.