Una derrota que fue la mayor victoria para
la humanidad
Tomado de
"Vida de Jesús"
El entregar su preciosa vida,
Cristo no fue fortalecido por un gozo de triunfo. Su corazón estaba
quebrantado por la angustia y oprimido por la tristeza. Pero no fue el temor
o el dolor de la muerte lo que causó su sufrimiento: fue el peso
torturante del pecado del mundo, un sentido de su separación del
amor de su Padre. Esto fue lo que quebrantó el corazón del
Salvador, y produjo su muerte tan pronto.
Cristo sintió la angustia que los pecadores sentirán cuando
despierten para darse cuenta de la carga de su culpa, para comprender que
se han separado para siempre del gozo y de la paz del cielo.
Los ángeles contemplaron con asombro la agonía desesperante
soportada por el Hijo de Dios. Su angustia mental fue tan intensa, que apenas
sintió el dolor de la cruz.
La naturaleza misma manifestó simpatía por la escena. El
sol brilló claramente hasta el mediodía, cuando de repente
pareció borrarse del cielo. Todo lo que rodeaba la cruz fue envuelto
en tinieblas tan profundas como la más negra medianoche. Esta oscuridad
sobrenatural duró tres horas completas.
Un terror hasta entonces desconocido tomó posesión de la
multitud. Los que maldecían y denigraban dejaron de hacerlo. Hombres,
mujeres y niños cayeron en tierra presa del terror.
Relámpagos fulguraban de vez en cuando por entre las nubes e iluminaban
la cruz y al crucificado Redentor. Todos creyeron que había llegado
el tiempo de su retribución.
A la hora novena (aproximadamente las tres de la tarde) las tinieblas
se elevaron de sobre la gente, pero todavía envolvían al Salvador
como un manto. Los relámpagos parecían ser lanzados hacia
él mientras colgaba de la cruz. Fue entonces cuando pronunció
el desesperado clamor:"Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado?" (S. Mateo 27:45-46).
Mientras tanto las tinieblas se habían asentado sobre Jerusalén
y las llanuras de Judea. Cuando todas las miradas se volvieron hacia la
ciudad condenada, vieron los fieros relámpagos de la ira de Dios
dirigida hacia ella.
De pronto las tinieblas se disiparon de la cruz, y Jesús exclamó
en tono claro y con voz como de trompeta que pareció resonar por
toda la creación:"Consumado es... Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu" (S. Juan 19:30; S. Lucas 23:46).
Una luz envolvió la cruz, y el rostro del Salvador brilló
con una gloria semejante a la del sol. Inclinó entonces la cabeza
sobre su pecho, y murió.
La multitud que rodeaba la cruz se detuvo paralizada, y conteniendo la
respiración contempló al Salvador. De nuevo las tinieblas
se asentaron sobre la tierra, y se oyó un ronco retumbo como de un
trueno intenso, acompañado de un violento terremoto.
La gente fue sacudida y arrojada en tierra. Siguieron la más terrible
confusión y terror. En las montañas circunvecinas las rocas
fueron partidas, y con estrépito se desmoronaron hacia las planicies
inferiores. Las tumbas se abrieron, y muchos de los muertos fueron arrojados
de ellas. La creación parecía desintegrarse en átomos.
Los sacerdotes, los príncipes, los soldados y el pueblo, mudos de
terror, yacían postrados en el suelo.
Algunos de los sacerdotes se hallaban ministrando en el templo de Jerusalén
en el momento de la muerte de Cristo. Sintieron el temblor del terremoto,
y en el mismo instante el velo del templo que separaba el lugar santo del
santísimo fue rasgado en dos de arriba abajo por la misma mano exangue
que escribió las palabras de condenación sobre los muros del
palacio de Belsasar. El lugar santísimo del santuario terrenal dejó
de ser sagrado. La presencia de Dios nunca más se revelaría
otra vez sobre el propiciatorio. Nunca jamás se manifestaría
la aceptación o desagrado de Dios por una luz o por una sombra en
las piedras preciosas del pectoral del sumo pontífice.
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