Menos de un mes después de que el mundo presenció cómo Túnez celebraba la caída de un gobernante autoritario, las escenas del viernes en el centro de El Cairo ofrecieron una imagen más elocuente del nuevo poder de los pueblos árabes: una multitud jubilosa celebrando el fin del presidente Hosni Mubarak.
La caída de Mubarak sella otro momento histórico para el mundo árabe desde un país considerado por muchos como su centro político y cultural.
Pero la revolución del Nilo, que culminó 32 años después de la caída del gobierno del sah de Irán, respaldado por Estados Unidos, plantea serios interrogantes sobre la estabilidad a largo plazo de otros regímenes de la región aliados a Occidente y podría reconfigurar significativamente la política estadounidense desde el Mediterráneo hasta el Golfo Pérsico.
Las protestas ya han repercutido en el Oriente Medio, donde varios de los gobernantes autocráticos de la región se apresuraron a aplicar reformas democráticas para evitar sus propios movimientos de protesta. La lección fue clara: si ocurrió en apenas tres semanas en Egipto, donde el poder de Mubarak parecía inconmovible, puede ocurrir en cualquier otro país.
Podría repercutir ahora en el estratégico reino de Bahrein, en el Golfo, donde grupos de oposición convocaron a manifestaciones callejeras el lunes.
En Arabia Saudí, otro bastión tradicional de los intereses de Estados Unidos en la región, un grupo de activistas de oposición dijo el jueves que solicitó al rey el derecho a formar un partido político, en un inusual desafío al poder absoluto de la dinastía gobernante.