La crema y nata de la sociedad de París se había reunido para una fiesta en el jardín de la casa de Angélica Basset, una dama francesa. La fiesta, que les costó cuarenta mil dólares, era magnífica, como también lo era la mansión donde se celebró.
En lo mejor de la fiesta, en medio del perfume de las flores y de las damas, y en medio del champagne y el caviar, siete camiones irrumpieron en la mansión. Y en menos de diez minutos descargaron diez toneladas de nauseabundo abono en el bien cuidado césped del jardín.
"Suciedad en medio de la sociedad" fue el comentario de los periódicos. ¡Qué observación tan interesante! En este caso, sin embargo, todo fue un error. Los camioneros se equivocaron de dirección y en vez de descargar el abono donde debían, lo hicieron en la mansión de Madame Basset. Fue un terrible error. Pero la frase pegó, zumbona e insistente: "Suciedad en medio de la sociedad."
Es que muchas veces esa frase resulta cierta. La más alta sociedad de los países ricos y civilizados no está exenta de suciedad, sobre todo del desecho de los adulterios, las infidelidades, la drogadicción, la vanidad, las perfidias, las maledicencias, los perjurios y los resentimientos.
Con todo, la verdad es que esa suciedad no se circunscribe a un solo círculo social. Todas las clases -alta, media y baja, como la sociedad misma las llama-, son iguales en el fondo, porque donde hay inmoralidad, la suciedad se amontona como en los basureros de las afueras de la ciudad.
Sea cual sea la casa, si no se limpia, empieza a llenarse de polvo, de telarañas, de cucarachas, de hormigas, de moscas, de pulgas, de ratones y de ese olor que se parece al de un sepulcro abierto.
Eso mismo sucede con el alma que no se limpia. Comienza también a llenarse de polvo, de telarañas, de cucarachas, de hormigas, de moscas, de pulgas, de ratones y de un hedor mortífero. Y el pesado vaho de la muerte empieza a flotar en ella.
Sólo Dios tiene poder verdadero para limpiar toda la suciedad del corazón. San Juan nos dice que la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Cristo quiere efectuar una limpieza total en todos nosotros. Más vale que le permitamos que lo haga, pues cuando Él limpia nuestra alma, la limpia a fondo y nos convierte en nuevas criaturas.