El 5 de agosto de 1972 estalló un motín en la cárcel Modelo de Puerto Mont, Chile. Veinte presos del penal armaron tremenda batahola porque no se les permitió seguir viendo ciertos programas de televisión.
Los reclusos comenzaron el desorden incendiando los muebles en el cuarto piso, rompiendo vidrios de las ventanas y lanzando al patio toda clase de proyectiles que podían obtener. Las autoridades del penal tuvieron que arrojarles gases lacrimógenos para dominarlos. Pero como el tumulto amenazaba con tomar mayores proporciones, hubo que llamar a los soldados de la marina, al ejército y a la aviación para restablecer el orden. También hubo que llamar a los bomberos para que apagaran el fuego del cuarto piso que comenzaba a devorar el enorme edificio. Y todo porque a las siete de la noche se apagaban los televisores, ya que a esa hora terminaban los programas para niños y comenzaban a transmitirse los programas que presentaban escenas de violencia.
¿A qué se debía esta restricción que no toleraban aquellos presos? A que los responsables de la cárcel Modelo de Puerto Mont habían llegado a la conclusión de que la violencia en el cine, la televisión y la prensa roja afecta la psiquis del ser humano, provocando más violencia en el alma.
Los carceleros de Puerto Mont consideraban una ley psicológica el que todo lo que llena nuestra mente y domina nuestros pensamientos termina manifestándose en conductas a veces ajenas por completo a nuestra naturaleza. Ellos estaban convencidos de que la violencia de la televisión pasa a la mente del televidente, de la mente pasa a la voluntad, y así la violencia se repite.
Lo cierto es que el hombre responde a estímulos exteriores. Por algo dicen los expertos en la informática: «¡Basura que entra, basura que sale!»
Esta característica del ser humano se nota más que nunca en estos convulsos tiempos en que nos ha tocado vivir, porque el alma de la sociedad actual se asemeja a un caldo de cultivo para todo delito y violencia imaginables. A este ambiente se acerca hoy Jesucristo, como cuando se acercó a Jerusalén, y al igual que lloró por ella, llora por nosotros y nos dice: «¡Cómo quisiera que hoy supieras lo que te puede traer paz!» Porque Él quiere darnos su paz. Si la aceptamos, esa paz, que es más grande que lo que nuestra mente finita puede entender, cuidará nuestros corazones y nuestros pensamientos.