Tengo que referirme a las Sagradas Escrituras en lo concerniente a la construcción de la torre de Babel, armazón nacida por el atrevimiento de los hijos de Noé, elevada con el propósito de alcanzar el cielo.
Dios determinó castigar la tamaña osadía, trabando las lenguas de los laboriosos artífices, evadiendo en esta forma todo presagio de comunicación sublevada. Y así ha quedado establecida por la historia, atribuyéndose el calificativo de Babel a un estado de extremada confusión reinante. Hoy tengo que anexarlo con lujo de detalles a una problemática que nos carcome, estropeando las delicadas entretelas de nuestro lacerado corazón, ya seriamente enfermo, ocasionado por los desaciertos que concurren diariamente ha lastimarlo.
Es el grito lanzado en todo este ambiente de distorsión e histeria colectiva el que me obliga a pensar que se pueden concretar aún los objetivos en un estado de sordera espiritual. Me refiero a las calles y avenidas de la ciudad de Panamá, tema detallado y ventilado con preferencia en exposiciones anteriores y del cual escucho hablar en un tono de completa ceguera natural.
Tengo una pregunta para un párvulo que cursa el primer grado de la escuela elemental, ¿Puede una ciudad mantenerse con las mismas calles de hace cuarenta años atrás? Contestará jocosamente, no, mil veces no. Es por esta simple razón que pienso habitar otra galaxia, donde no se usen autos, sino platillos voladores.
La estrechez de las calles son las responsables de los tranques, aquí y también en la Polinesia. En las paradas por las mañanas veo a cientos de estudiantes afligidos en total frustración porque son dejados por los autobuses que llevan pasajeros hasta las puertas.
Estamos como todo aquel que extiende las manos hacia el cielo implorando la pronta llegada del porvenir, en procura de rescatar todo su esplendor, rezando para que nada turbe la inmensa y virtuosa evolución de los pueblos, que peligra irse de bruces finalmente frente a los trastornos sin remedio.