Panamá inició ayer la instalación de 11 bases aeronavales para que sirvan de escudo para frenar las lanchas cargadas de cocaína que ingresan por las costas del Pacífico y el Atlántico, procedente de Colombia.
Frente a los problemas geopolíticos que hoy vive parte de América, es lógico que el establecimiento de esos puntos de control, levante alguna inquietud entre algunos sectores y frente a ello el gobierno debe garantizar su promesa, de que esas bases no serán utilizadas para fines diferentes a la represión del narcotráfico.
Para nadie es un secreto que las costas panameñas son una especie de coladera donde ingresan drogas, armas, indocumentados y toda clase de contrabando. Igual sucede en materia de aviación, donde hay un sinnúmero de pistas, donde pueden aterrizar sin mayor problema una avioneta preñada de cocaína colombiana.
Sin duda que esas 11 bases representarán una erogación considerable para Panamá y destinar personal de la Policía Nacional, Servicio Nacional de Fronteras y del Servicio Nacional Aeronaval, para esas tareas, pero existe la realidad del peligro del narcotráfico. Ya lo vemos cotidianamente con su secuela de ejecuciones cuyas víctimas se acumulan en las morgues de nuestras principales ciudades.
El narcotráfico, camina y avanza sin ley y sin protocolo. Los gobiernos tienen la responsabilidad de cuidar nuestras costas con nuestros propios estamentos.
Cada año en promedio se incautan en Panamá entre 50 y 70 toneladas de cocaína, lo que pone de manifiesto la magnitud del problema. Pero la labor no debe quedarse sólo en impedir el ingreso de la cocaína, sino que también debe abordar el problema del lavado de dinero, cuyos fondos ingresan por diversas formas a la economía para ser lavados, almidonados y planchados.