Una vez una pandilla de musculosos y malintencionados muchachos de la calle pretendió asesinarme, pero no lo lograron por la razón de siempre: no acudí al duelo. Un compañero de salón vino a buscarme, agitado por la corrida y el miedo, y escupió la noticia a gritos: "¡los maleantes nos emboscaron (...) los pela’os [mi grupo] están solos (...) tenemos que ir a tirar puño con ellos (...) están al lado de la bodega El Manito!".
La hora seis de esa tarde había caído con sombras, y la batalla se libraría en una calle oscura detrás de la Catedral, en San Felipe. Los contrincantes eran de un instituto vocacional famoso por el talento de cuchilleros de sus estudiantes, residentes todos en barrios más bajos que el nuestro, donde se desayuna con un revólver sobre la mesa. Le dije a mi amigo que fuera adelante, mientras yo me vestía; pero lo que hice fue cerrar con siete llaves la quejosa puerta del cuarto de inquilinato, para encerrarme por mil años ahí si fuera necesario, hasta que pasara el peligro.
Hoy, viejos todos, nos reímos del episodio que gracias a Dios y a la Policía, no pasó de algunos moretones y uno que otro diente roto, y ellos nunca me recriminan por mi "sabia" decisión. Pero uno de ellos sí me confesó burlón que no entendía ese instinto de conservación mío porque, siendo yo pobre, parecía de millonario. Me explicó que ni los ricos ni los políticos de elite exponen el pellejo y, como yo, dejan que los demás arriesguen la vida, para ellos contar los cadáveres y escribir la historia, además de quedarse con la tierra, la plata y la gloria.
Y es cierto. ¿Cuántos adinerados o políticos influyentes han fallecido en nombre de Panamá? Ninguno que yo sepa. A algunos de ellos se les ha visto hombro a hombro con la gente común en momentos muy difíciles para el país; pero cuando se prende el rancho, los difuntos siempre han salido del mismo lado: del vientre maldito del arrabal.
Los "monos gordos" mueren en cama, de puro viejos, de un ataque al corazón, o de cáncer, con hinchadas cuentas bancarias, y propiedades de costa a costa y de frontera a frontera.
Tal vez parezca una idea tonta, pero sería honesto hacer un gran monumento que contenga los nombres de todos aquellos que en el siglo XX murieron luchando en nombre del mito dulzón llamado libertad: desde Victoriano Lorenzo a quien, según entiendo y no quisiera discutir los detalles, todos dieron la espalda al final de la Guerra de los Mil Días, en 1903, hasta el último de los caídos durante y después de la invasión de 1989, cuando ni un solo perredista encumbrado ni oficial de las Fuerzas de Defensa dio la cara, y mucho menos la vida.
Por supuesto, habría que incluir al reguero de muertos de todas las décadas intermedias: la revuelta del 25, la revolución Tule, los del 32, del 47, del 58, del 64, los de la dictadura militar y, además, el albañil Frías, caído en 1995 durante las protestas por la reforma laboral.
Este monumento sería una recompensa espiritual aceptable, aunque mínima, que serviría para demostrar (o hacer creer) que el sacrificio no fue en vano, a pesar que las familias de los muertos, y esa cosa sin pie ni cabeza llamada pueblo, han recibido muy poco, o nada, a cambio. |