Hace 87 años, Gaspar Octavio Hernández Solanilla murió de tisis en la sala de redacción de La Estrella de Panamá. Nació en medio de la miseria y la tragedia lo perseguía, pero dejó una obra que hoy perdura. No en vano la fecha de su deceso fue escogida como el Día del Periodista. Este hombre apenas cursó hasta tercer grado, tuvo que soportar la muerte temprana de su madre, el abandono de su padre y el suicidio de dos hermanos.
La vida de los periodistas de hoy es diferente a los páramos que sufrió el poeta Hernández.
Las amenazas de magistrados que buscan embargar salarios a humildes hombres de la pluma o secuestrar empresas periodísticas, son las dificultades de hoy, sin olvidar a los funcionarios que no soportan el mínimo cuestionamiento y levantan el teléfono para indisponer a los periodistas, que pueden perder su fuente de empleo, en caso de tener a un jefe con médula de gelatina, que tiembla ante la presión de cualquier poderoso.
En Panamá, un país donde los poderes del Estado han sufrido una crisis de credibilidad, le corresponde a los periodistas mantener la acción de vigilancia para denunciar la corrupción y a los corruptos. En ese camino de denuncias habrán amenazas, tentaciones y enemigos gratuitos.
Los periodistas deben bregar con una especie de doble espejo sobre el cual se nos observa. En un momento -según la conveniencia- se nos aplaude y tilda de valientes; en la otra esquina, se nos califica como lo peor, irreverentes y otros calificativos degradantes.
Los periodistas somos solitarios, gente sin amigos verdaderos, porque el oficio nos obliga. Hoy el mensaje de felicitación es para aquellos que gastan suela de los zapatos recorriendo bajo el sol o la lluvia las comunidades y las oficinas para cumplir su misión diaria: informar a su pueblo.