Debo poner la pasión a marchar, porque la Caja de Seguro Social es mi institución de salud, como de todo el conglomerado de asegurados que periódicamente hemos aportado a su bienestar. No puedo declarar la excelencia del maravilloso silencio, permaneciendo lo puntualmente callado, me obliga el destino al relevante y riguroso examen de conciencia, totalmente inequívoco en estos delicados instantes.
Los grandes centros de salud en las ciudades importantes y afortunadas de la tierra han sido emplazados teniendo en consideración suma, el dolor que acosa al alicaído enfermo en los momentos en que la salud hace crisis en el precario organismo.
El que tiene la fortuna de mirar, que somos pocos, no me dejarán mentir en lo que paso a describir. Primero, arreo mis labios a esbozar una sonrisa burlesca. El Hospital General de la Caja de Seguro Social, que así le dicen y la Policlínica de Especialidades allí vecina, ambos están construidos en las laderas de un colina. ¿Qué posibilidades ofrecen al apuro que es el primogénito del dolor sin tener en cuenta lo hospitalario que debe ser un hospital? Los autos apiñados y embotados, imposibilitando la entrada expedita de las ambulancias que transportan a los moribundos con sed insaciable de salud, lo acercan más a las oscuridades espectrales de la otra vida. Aquí nos ajustamos por decir; más vale algo que nada. La Policlínica de Calle 17 fue edificada con la mentalidad de los años cincuenta, cumpliendo con el que anda a pie, no hay lugar dónde amarrar un caballo, así de chistoso. La de Betania limitada al frente por una calle convulsionada de carros y en la parte de atrás arrinconada de movido arroyuelo con esplendoroso estacionamiento que no caben más de dos docenas de autos. En Santa Librada el panorama es semejante. La Carlos N. Brin en San Francisco ostenta el mismo esquema a diferencia que acá no existe el riachuelo que le sirva de corona.