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Miércoles 18 de octubre de 2000



Tener la llave de su propia cárcel

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Hermano Pablo

Desde ahora, y hasta el 20 de noviembre, estaré en una cárcel. Pero será una cárcel maravillosa, una cárcel dorada. Yo mismo abrí la puerta y me encerré en ella. Pero, por supuesto, soy el que tiene la llave.»

Así dijo Ives Montand, actor de cine y cantante francés, al volver al teatro después de muchos años de ausencia. «Descubrí en un armario canciones que Jacques Prevert escribió para mí hace quince años, y de golpe sentí deseos de volver a cantar.»

Son de veras interesantes las palabras de este artista: «Yo mismo me he metido en una cárcel. Pero tengo en mi poder la llave.» Claro está que él se refería al teatro, donde habría de volver a actuar, una cárcel dorada para él, de la cual podría salir cuando quisiera.

Hay muchos hombres que se meten en sus propias cárceles, de las cuales ellos mismos tienen la llave. Pero no son cárceles agradables y placenteras como la de Montand, ni saben ellos usar la llave para escaparse.

A este grupo pertenecen los hombres que han faltado en la fidelidad a su esposa y han encontrado una amante. Pasado el primer momento de euforia y efímera felicidad, se dan cuenta de que están presos en una cárcel.

Es una cárcel de miedo y de vergüenza: miedo de ser descubiertos y perder prestigio y fortuna; vergüenza de estar haciendo algo que denigra y mancha su buen nombre. Tienen la llave de esa cárcel en la mano. Pero no saben usarla y por eso no se animan a hacerlo.

¿Cuál es la llave que abre la puerta de la cárcel del pecado? El arrepentimiento, profundo y sincero, y la confesión de la falta. Esa llave abre la puerta de cualquier encerrona moral, y concede libertad a cualquier persona que decide usarla.

Cerrar la boca, negar la falta y tratar de cubrir el mal que se ha hecho con mentiras y subterfugios nunca abrirán la puerta de la cárcel. Por el contrario, le pondrán más barras y cerrojos, y harán más espesas y grises las paredes.

La confesión sincera abre la puerta, inmediatamente, de par en par, y concede libertad moral y espiritual. Cristo es el gran Libertador de todos los cautivos. Pero hay que hablar con Él, y pedir, con profundo clamor del alma, esa libertad que se ansía.

 

 

 

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