Tener la llave
de su propia cárcel

Hermano Pablo
Desde ahora,
y hasta el 20 de noviembre, estaré en una cárcel.
Pero será una cárcel maravillosa, una cárcel
dorada. Yo mismo abrí la puerta y me encerré en
ella. Pero, por supuesto, soy el que tiene la llave.»
Así dijo Ives Montand, actor de cine y cantante francés,
al volver al teatro después de muchos años de ausencia.
«Descubrí en un armario canciones que Jacques Prevert
escribió para mí hace quince años, y de
golpe sentí deseos de volver a cantar.»
Son de veras interesantes las palabras de este artista: «Yo
mismo me he metido en una cárcel. Pero tengo en mi poder
la llave.» Claro está que él se refería
al teatro, donde habría de volver a actuar, una cárcel
dorada para él, de la cual podría salir cuando
quisiera.
Hay muchos hombres que se meten en sus propias cárceles,
de las cuales ellos mismos tienen la llave. Pero no son cárceles
agradables y placenteras como la de Montand, ni saben ellos usar
la llave para escaparse.
A este grupo pertenecen los hombres que han faltado en la
fidelidad a su esposa y han encontrado una amante. Pasado el
primer momento de euforia y efímera felicidad, se dan
cuenta de que están presos en una cárcel.
Es una cárcel de miedo y de vergüenza: miedo de
ser descubiertos y perder prestigio y fortuna; vergüenza
de estar haciendo algo que denigra y mancha su buen nombre. Tienen
la llave de esa cárcel en la mano. Pero no saben usarla
y por eso no se animan a hacerlo.
¿Cuál es la llave que abre la puerta de la cárcel
del pecado? El arrepentimiento, profundo y sincero, y la confesión
de la falta. Esa llave abre la puerta de cualquier encerrona
moral, y concede libertad a cualquier persona que decide usarla.
Cerrar la boca, negar la falta y tratar de cubrir el mal que
se ha hecho con mentiras y subterfugios nunca abrirán
la puerta de la cárcel. Por el contrario, le pondrán
más barras y cerrojos, y harán más espesas
y grises las paredes.
La confesión sincera abre la puerta, inmediatamente,
de par en par, y concede libertad moral y espiritual. Cristo
es el gran Libertador de todos los cautivos. Pero hay que hablar
con Él, y pedir, con profundo clamor del alma, esa libertad
que se ansía.
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