Si como cristianos, en un mundo globalizado, dejamos opacar el horizonte y fundamento de nuestra vida cristiana, Cristo; entonces, nuestras fuerzas y anhelos cambian de dirección.
El interés por la sabiduría, aquella que pidió Salomón y la pregunta por el "qué he de hacer para tener en herencia vida eterna", son desplazadas por la ambición única de cómo alcanzar, mantener o aumentar la riqueza, la belleza y el poder.
¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?
El relato evangélico, en el discurso-enseñanza de Jesús a la gente de Judea sobre algunas consignas éticas acerca del divorcio y la necesidad de recibir el Reino como un niño, presenta el encuentro y diálogo de Jesús con un joven que, según el evangelista, tenía muchas riquezas materiales.
No podemos pretender exigirle a Dios que nos dé en herencia la vida eterna por aquello que hagamos, pues ni Dios la tiene en venta ni nosotros la podemos comprar, canjear, ganar ni merecer.
Por el contrario, la vida eterna es un don divino, un regalo que Dios nos hace, y ante la magnitud de la gracia que Dios nos reserva, lo mínimo que podemos hacer, como agradecimiento y celebración gozosa, es actuar conforme a la voluntad de Aquel que nos quiere premiar con sus dones.
Y para eso no basta con el cumplimiento parcial de los mandamientos, corno efectivamente lo había hecho el joven rico; para ser dignos de la gracia divina debemos ser cristianos de tiempo completo, desprendidos, de compromiso total con el otro y sobre todo, dispuestos a recibir los regalos que Dios nos hace.
Pues nos puede pasar lo del joven del evangelio de hoy, que ante la gracia divina volteemos la cabeza y le demos un no a Dios y un si a lo superfluo de este mundo.