El joven se miró los zapatos. Estaban viejos, gastados, descosidos, sucios. Con ellos había hecho el viaje desde el corazón de México hasta Tijuana en la frontera con Estados Unidos. Desde Tijuana había seguido caminando doscientos kilómetros más hasta la ciudad de Santa Ana, California.
El joven estaba cansado, hambriento, confuso. Muerto de frío con la noche invernal de esa zona, se quitó lentamente los cordones de sus zapatos. Con ellos hizo un cordel de metro y medio de largo. Al cordel le hizo un lazo corredizo, y con ese lazo, colgado de un poste de teléfonos, se ahorcó. No se supo su nombre. Sólo que era mexicano y que tenía veinte años de edad.
La vida sigue produciendo casos que entristecen. Un joven, con la ambición propia de su edad, ilusionado y esperanzado, sale de un rancho en el corazón de México y comienza a caminar hacia la mágica frontera del norte. Primero, un camionero lo recoge y lo acerca unos cuantos kilómetros. Más tarde consigue treparse a un tren en marcha. Y por fin llega a la ansiada frontera.
Pero en el largo caminar, pierde todo ánimo para luchar. Y en una noche de intenso frío, vistiendo sólo un par de pantalones cortos, una delgada camisa kaki, y sus zapatos viejos, pone fin a sus días.
Él era uno de los muchos que viven abandonados. Hay cientos de miles como él. A unos, los ha vencido el licor. A otros, la droga. A otros, un divorcio desafortunado. A otros, el juego. A otros, la bancarrota económica. A otros, la miseria, que los impulsa a buscar en otras fronteras el bienestar económico que no hallan en su propia tierra.
Sin embargo, la verdad es que todo el que vive en este mundo -así posea tierras y heredades, así Viva, Crítica en Línea en mansiones y palacios, así tenga todo lo que necesita-, si no ha encontrado su albergue espiritual, es como los que viven en la calle. El que no tiene paz es un desposeído, un abandonado, un ser, por decirlo así, de la calle.
Sólo tenemos paz cuando estamos bien con Dios. Y sólo estamos bien con Dios cuando Cristo, su Hijo, es el Señor y Dueño de nuestra vida. Dios quiere que busquemos albergue en su corazón. Sólo en el centro de su voluntad divina hay seguridad. Sólo allí hay paz. Hagamos de Jesucristo el Señor de nuestra vida. En Cristo hay verdadera paz.