Se reunía con diplomáticos franceses y les hablaba con fluidez en el idioma francés. En medio de un grupo de mujeres de la nobleza italiana, tocó varios temas de su interés, en perfecto italiano. Después, con sus amigos, les hablaba en alemán. Él, al fin de cuentas, era alemán.
En el ocaso de su vida, el hombre se encerró en el monasterio de Yuste, España. Allí aprendió a hablar en castellano porque, decía él: "El castellano es el mejor idioma para hablar con Dios."
¿Quién era este hombre? Era el Rey Carlos I de España, que también era el Emperador Carlos V de Alemania.
Este rey y emperador fue uno de los grandes personajes del siglo dieciséis. Peleó contra Solimán el Magnífico, gran sultán turco, y contra Francisco I, rey de Francia. Llegó a ser dueño de inmensos dominios, y fue él quien dijo: "En mis dominios no se pone el sol."
Cuando se retiró a Yuste, estaba gastado y vencido. Había perdido interés en el dominio político, y aún hablaba poco de su propio reino, España. Se retiró a Yuste -explicaba él- para "hablar con Dios en castellano, que es el mejor idioma para hacerlo." Murió en 1558.
Ciertamente el idioma español es hermoso. Terso, flexible, variado, con profusión de adjetivos y rico en sinónimos, es un excelente idioma para expresarse con la novia, con la esposa, con el público y, sobre todo, para hablar con Dios.
¿Para hablar con Dios? Es lo que decía Carlos I. Pero ¿será que a Dios se le habla en algún idioma, por florido que sea? La verdad es que a Dios no se le habla con las articulaciones de ningún idioma sino con la angustia de la mente, con el dolor del alma, con las palpitaciones del corazón.
Jesús contó una parábola muy significativa. Dijo que dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, respetado entre los judíos. El otro era recaudador de impuestos, repudiado por los suyos. El fariseo elevó una oración muy florida en presencia de todos. El recaudador de impuestos, en contraste, se escondió y oró así: "¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!" (Lucas 18:13). De éste, Jesús dijo que salió del templo justificado, antes que el fariseo. Dios entiende el lenguaje del pecador arrepentido. La contrición lo conmueve. Dios escucha nuestra oración.