MENSAJE
Dos dientes por uno

Hermano Pablo
Crítica en Línea
Era la medianoche ya, en Jartum, la capital del Sudán. Un aire tibio circulaba entre las palmeras. El cielo mostraba una orgía de estrellas y el perfume de las flores nocturnas embalsamaba el ambiente. Badreddin Salth, desaprensivo ciudadano, volvía tranquilamente a su casa después de haber terminado su trabajo en un bar. De pronto surgieron como sombras dos hombres de las entrañas de la noche: Simón William Choul y Adam Hamid. Los dos asaltaron a Badreddin, y de un golpe le rompieron un diente. Arrestados más tarde, ambos sujetos debieron sufrir la pena musulmana: ojo por ojo, diente por diente. El juez los condenó a sufrir cada uno la extracción de un diente, ¡y sin el beneficio de la anestesia! Aquí tenemos resucitada, en pleno siglo XX, la antigua ley bíblica y la de muchos otros pueblos que no eran el pueblo de Dios: «Ojo por ojo, diente por diente». En los países musulmanes se sigue aplicando con todo rigor. Si a un hombre lo pillan robando, pierde una de sus manos. Si lo descubren en una mentira grave o en una calumnia, le cortan la lengua. Si comete adulterio, muere irremisiblemente. Y si una mujer sale a la calle sin velo, o llega a maquillarse el rostro, puede ser rapada y azotada. A veces esta ley nos parece dura. Otras veces la sentimos como justa. De alguna manera hay que castigar al que hace mal. No es posible que los delincuentes anden sin castigo, continuando sus fechorías impunemente. Pero la aplicación de cualquier castigo debe realizarse conforme a las eternas leyes de la misericordia. La Ley de Dios en la Biblia era dura. Se aplicaba la pena de muerte a muchos delitos que hoy ni siquiera se consideran delitos, por ejemplo, la adivinación, la brujería, la astrología y la idolatría. La ley imperante en el Antiguo Testamento mandaba ejecutar a las personas que se dedicaban a tales cosas. La legislación actual de nuestros países occidentales es muy blanda y tiene muchas escapatorias para el delincuente. Alguien dijo alguna vez que la ley es una red muy extraña: atrapa al pez pequeño y deja escapar el grande. Sin embargo, una cosa es absolutamente cierta: hay una ley perfecta, y un tribunal perfecto, para juzgar todo pecado humano. Y hay también un Abogado perfecto y un Salvador perfecto que es Jesucristo. Es a Él a quien debemos acudir.
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