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La leche y las relaciones humanas

Hermano Pablo | Reverendo

"Los años de mi infancia los vivo en distintos lugares de Buenos Aires. Cuando tengo cinco años nos mudamos a Bernal, un lugar apropiado para vivir en paz, lejos del ruido de la capital.

"Hay muy pocas casas, la mayoría de ellas adornadas con jardines donde los chicos corretean cazando mariposas o detrás de una pelota de trapo rellena de papel y forrada en una media de mujer....

"Las mañanas son todas iguales. El olor a café con leche me despierta muy temprano. Mi padre ya se ha ido al trabajo. Al rato se empiezan a escuchar los gritos de los vendedores ambulantes. Cada uno tiene su propio estilo, en especial el que vende leche al pie de la vaca. Es un vasco fornido, de bigotes enormes, que vende leche casa por casa, ordeñando la vaca frente a la mirada complaciente y pícara de los chicos que juegan en la calle."1

Así relata el artista Jorge Porcel algunas memorias de su infancia en su autobiografía titulada Risas, aplausos y lágrimas. Es realmente cautivadora esa imagen de la vaca del vendedor ambulante. Aquel vasco aprovecha el deseo de su clientela de asegurarse de que la leche que compra es fresca y no adulterada. Eso lo entendemos todos con facilidad, pues a más de medio siglo todavía tememos que la leche que consumimos haya sido adulterada, ya sea mezclada con agua o de otro modo.

Si bien a todos nos preocupa la adulteración de la leche, no parece alarmarnos que lo mismo suceda con nuestras relaciones humanas más importantes. Cuidamos de que la leche que tomamos sea fresca, mientras que descuidamos nuestras relaciones al no mantenerlas al día. Así, por simple descuido, se van amargando nuestras relaciones conyugales, familiares y espirituales.

No es posible exagerar la importancia que tiene mantener actualizada la relación con nuestro cónyuge, a la vista de todos, sin nada que ocultar. Si no la cultivamos a diario, terminamos anulándola. Lo mismo sucede con nuestros hijos. ¿Los amamos lo bastante como para interesarnos por su mundo, es decir, por sus amistades y los temas que los apasionan? ¿Les mostramos nuestro aprecio al conversar con ellos, escuchándolos y no sermoneándolos ni regañándolos nada más?

¿Y qué decir de nuestra relación con Dios, nuestro Padre celestial? Cuanto más fresca y entera, mejor ha de ser, no diluida por los quehaceres de esta vida como tanta leche que se vende por ahí. No nos conformemos, pues, con practicar nuestra relación con Dios apenas durante Semana Santa y Navidad. Mantengámosla al día, ya que es esa relación divina lo que más contribuye a que triunfen nuestras relaciones humanas.



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