Era una tarde tranquila. Los ancianos, sentados en filas en sus sillas de hamaca, miraban en lontananza al jardín tropical del asilo de ancianos, a la playa de arenas doradas, a las aguas del Golfo de México, a los muchos años que habían quedado atrás. Nadie sospechaba lo que iba a ocurrir.
Henry Thomas, recluido también en ese asilo de Tampa, Florida, se armó de un palo y, con una furia increíble a sus ochenta y ocho años, comenzó a repartir golpes entre sus compañeros. Mató a dos e hirió a ocho. Nadie se explica -ni él mismo- ese estallido de furia a tal edad.
Nunca nadie puede saber lo que se oculta en el fondo del corazón humano. Nadie puede ver las imágenes que se forman -unas buenas, otras malas- en la mente de otra persona. Nadie puede prevenir, ni predecir, las tormentas que duermen en el alma. Cada persona es un misterio.
Henry Thomas, un cultivador de frutas, jubilado, ya con ochenta y ocho años en la espalda, se convirtió en asesino en cuestión de segundos. ¿Qué pasó por su mente? ¿Qué movió su voluntad? ¿Qué tormenta agitó su alma? Ni él mismo lo sabe.
Pero las frustraciones de la vida, las pasiones no satisfechas, los tragos amargos de la existencia, van acumulando un sedimento ácido que corroe la conciencia. No es inconcebible entonces que uno mate, o se suicide o provoque una tragedia en que mueren muchísimas personas.
¿Cómo podemos estar a salvo de esos brotes inesperados de pasión? La respuesta sencilla es: no permitiendo que sentimientos amargos se acumulen en nuestro ser.
Pero ¿cómo podemos mantener siempre en paz nuestra mente y nuestro corazón?
Jesucristo tiene la respuesta. Él dijo: "La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden" (Juan 14:27).
Invitemos al autor de la paz a que sea el Señor de nuestra vida. Ahora mismo digamos: "Señor, te entrego mi ser. Ten compasión de mí, que soy pecador. Te serviré todos los días de mi vida." Si le entregamos nuestra vida, Cristo será nuestro compañero fiel desde ahora y para siempre. |