¡Zas! Una tarde Gorón se cansó de las impertinencias de Gorín y le sacó un ojo. Gorón es el loro, barato, uno de esos de cresta roja, que vive en casa; Gorín, una casanga (animal que no es ni loro ni perico, pero comparte con éstos la plumífera apariencia verde y la tendencia hacia el escándalo perpetuo), que por falta de espacio fue metida en la misma jaula con su atacante.
Vivieron más de un año juntos compartiendo todo: el agua, el columpio, las semillas de girasol, los mimos de los niños y los adultos (jamás los míos, pues los he ignorado con voluntad de caballero templario), la cacería de pulgas sobre el lomo de los perros y la ventana de la cocina por donde se colaban para ensuciar todo a su paso.
¡Ah, se me olvidaba! Los dos son chiricanos. La casanga se la dieron de regalo a los niños en Puerto Armuelles, y el loro lo compré por 15 dólares, bajo amenaza de divorcio si no lo hacía, a los indígenas que se apostan a la vera de la carretera en Tolé.
Creo que no me equivoco cuando digo que todo se vino a pique cuando Gorón, el loro, aprendió a ladrar. Ya no decía "querido... querido" ni "¿cómo está el niño?"... De pronto, una mañana cualquiera, sorprendió a todos en casa con un bárbaro "guau...".
Su amistad con los perros de la casa fue fatal. Se la pasaba con ellos y se fue alejando del amigo de la infancia. Empezó a tomar conciencia de su tamaño (el loro es tres veces más grande que la casanga) y decidió recurrir a la fuerza para ponerle freno a Gorín, porque realmente debía ser fastidioso tener como vecino a un animal que no sabe ladrar como tú, y que está todo el día aguachinche sobre ti.
Así fue como el loro políglota le sacó el ojo izquierdo a la casanga, que ahora tiene un aspecto grotesco, un guiño permanente en su rostro de perico inconcluso.
Al principio, aunque tuve que soltar dinero para comprar una jaula adicional, no le puse cuidado al incidente, pues me pareció un hecho aislado y sin importancia en el reino animal. Hasta que me percaté que todos tenemos algo de Gorón y de Gorín en esta vida. Unas veces nos toca herir, abusar, aplastar a los pequeños, a esos que consideramos inferiores. Otras, ocupamos el sitio la casanga, agazapados y en desventaja, víctimas de los poderosos e influyentes.
La diferencia es que ricos y pobres, gigantes y enanos, los panameños estamos metidos en la misma jaula, y no hay otra hacia dónde las casangas podamos correr a escondernos ahora que muchos loros (potentados y políticos) ladran a mandíbula batiente. |