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HOJA SUELTA
Susana, mi amor

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Eduardo Soto Pimentel
Eduardo Soto P.

Susana del Carmen Soto Saavedra: mi perra.

Falleció el miércoles 9 de agosto a las cinco de la tarde a causa de un ataque cardíaco. Tenía ocho meses de edad, y el corazón de toda la familia en su pequeño hocico húmedo.

Era mal educada y ruidosa, le gustaba dormir en las camas ajenas, escondía los zapatos en sitios inesperados, y una vez se emborrachó con la cerveza que me escamoteó de un vaso que dejé mal puesto. Era pequeña (una poodle con pekinés, de ojos estrábicos perdidos como agujas en el pajar de pelos blancos y pardos) a la que le gustaba el pan, el helado, los huesos grandes, la leche caliente, el arroz con porotos y el alfiletero que usaba como pelota para su relajo perenne entre comidas. ¡Ah!, pero ¡vade retro!, detestaba la comida para perros.

Era una astuta manipuladora: cuando los mayores la increpaban para que saliera de los cuartos (siempre lo mismo, con la mano y un dedo acusador extendidos señalando la puerta, al tiempo que se ordenaba su salida obligada) ella se echaba de bruces con la bragadura expuesta, la mirada lastimera y las orejas alicaídas... y no se movía hasta que le pasaran la mano por la panza blanca y suave.

Recuerdo una madrugada, cuando por razones que me reservo dormí en el piso, y ella se echó a mi lado. No tenía ni tres meses. En la mañana, cuando alguien pretendía acercarse a mí para tenderme una sábana o pedirme que pasara a mejor lecho, ella gruñía con determinación de dragón, con furia intimidante y nadie pudo avanzar más de dos metros. Desde entonces me enamoré, yo, que detestaba los perros y los sacaba de mi vida con palabrotas y golpes... caí en sus patas para siempre.

La mañana del jueves hablé con los niños y les dije que Susana no estaría más en casa, que se había ido jugueteando al cielo para cuidar a Dios. Aparte de mi esposa, quien todavía hoy llora cuando choca de frente con los recuerdos -como estoy haciendo yo ahora, al escribir estas desmesuradas líneas-, ninguno de los hijos reaccionó peor que Raquel, la más pequeña y traviesa, quien usaba a la perra como muñeca, y le ponía sus pijamas y binchas, y la tenía todo el día en brazos como a un bebé. Ella no me dijo que quería otro perro, pero macho; ni que quería uno pequeño y no grande. Ella bajó la mirada, se zafó aterrada del abrazo histérico que se daba a sí misma, y se echó en mis brazos para sacarse de las entrañas un llanto demasiado amargo y estrepitoso para venir de una niña de ocho años. Entonces todos lloramos, y que difícil es parar estas lágrimas del alma.

Pronto llevaré a casa un cachorro, con las mismas ilusiones con que llevé a Susana. Lo intentaré de nuevo porque me di cuenta que el amor floreció en casa, y eso, amor, es lo que hace falta en mi Patria. Pero no será igual que con Susana... ¡Nunca!

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Alfredo Jurado como directivo y empresario fue puntal en la Feria de Azuero

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