«¡Adiós,
queridas manos!»
Hermano Pablo
Colaborador
Se recostó
en las almohadas y trató de descansar. Le era difícil
porque los dolores del cáncer son crueles. Paseó
la vista por la habitación. Había cuadros, fotografías,
recortes de revistas, diplomas y trofeos. Y había, también,
un piano: el piano en que componía sus magistrales sinfonías.
Se miró las manos. Tenía manos suaves, de dedos
finos. Las contempló con dolor y exclamó: «¡Adiós,
queridas manos, adiós!» Un mes más tarde
murió. ¿Quién era éste? Era Sergio
Rachmaninov, el genial pianista.
Dos años antes, en medio de un concierto, tuvo un colapso.
Se le diagnosticó cáncer. Luchó con la enfermedad
veinticuatro meses, pero al final cedió. Murió
decepcionado, contemplando siempre sus manos. Fueron realmente
patéticas y sentidas las últimas palabras de este
maestro de la música: «¡Adiós, queridas
manos, adiós!»
Rachmaninov, aquel gran genio musical ruso, nació en
1873. Fue autor de preludios para piano, conciertos, sinfonías
y poemas sinfónicos. Era maestro en la composición
como también en la ejecución en piano, pero murió
decepcionado, no porque tuviera cáncer sino porque había
perdido el uso de las manos. Con la pérdida de las manos
y de la agilidad de los dedos, perdió también todo
deseo de vivir. Feneció su ánimo cuando murieron
sus manos.
En el caso de Sergio Rachmaninov, aunque no hubiera perdido
el uso de las manos, el cáncer lo habría vencido.
¿Pero qué de los que, con toda salud y fuerza,
pierden el deseo de vivir porque algo los ha decepcionado?
¿Qué de las que se desesperan porque el novio
las ha dejado o porque el esposo ha abandonado el hogar? ¿Y
qué de los que se suicidan porque ha fallado el negocio?
La vida trae circunstancias muy difíciles, pero mientras
nos queda aliento, si podemos mantenernos en pie, si no nos hemos
muerto, el futuro aún es nuestro.
Es interesante notar que todos los milagros que Jesucristo
hizo mientras anduvo en esta tierra, los hizo en personas que
habían perdido toda razón de vivir. Cuando no quedaba
alternativa, cuando todos los recursos humanos se habían
agotado, cuando nadie ofrecía esperanza, Cristo con su
dulce compasión y su absoluto poder rescataba de la desesperación
al que ya lo había perdido todo.
Lo cierto es que Cristo vive hoy, y no ha cambiado. Él
nos ama con profundo amor y tiene el poder para librarnos de
toda aflicción. No nos desesperemos. No perdamos la fe.
No dejemos de creer. Clamémosle al Señor: «¡Ten
compasión de mí!», y Él nos devolverá
su ánimo. Él sólo espera que lo llamemos.
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