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A ORILLAS DEL RIO LA VILLA
Blancos y negros

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Santos Herrera

En aquel pueblo, sí habían profundas diferencias por el color de la piel de sus habitantes. Las prácticas que se daban a diario en ese pueblo, retrotraían de tal manera el tiempo, que para ellos la historia dejó de escribirse antes de Lincoln. Los blancos eran dueños de todo, hasta que las bancas de la centenaria iglesia, que llevaban grabados sus nombres y ¡ay! del negro que se sentara en una de ellas, porque en mitad de la misa, con desprecio lo largaban con el silencio cómplice del oficiador de la Eucaristía. Los ñopos contaban con la exclusiva cantina La Victoria, donde celebraban bailes con orquestas de la capital y ningún negro podía entrar, pues lo sacaban a patadas. Despectivamente les gritaban que para ellos estaba el pindín y el tamborito en los arrabales. Durante el carnaval, en los desfiles, los blancos siempre iban adelante y a cierta distancia; atrás, los negros. Los blancos sólo se casaban con blancas y no permitían que los negros entraran a sus casas por la puerta principal. Lo hacían por el portalete y ese era el lugar donde comía la servidumbre. De más está decir que los alcaldes de ese pueblo siempre fueron blancos. Las pocas veces que se atrevieron a sancionar a uno de su color, por flagrante y escandalosa violación a la ley; éstos pagaban la multa con dinero. Mientras que a los negros, los obligaban a cumplir con la fajina, que consistía en limpiar el pueblo por varios días, para que todo el mundo se diera cuenta de que habían sido condenados. Cuando un fulo tenía un problema con un prieto, el rico le pagaba a un negro para que le diera una leñera al de su propia clase.

Hasta el mercado del pueblo llegaba la infamante discriminación. Los carniceros solamente vendían las mejores carnes a los blancos. Los negros, aunque tuvieran el dinero, no podían comprar carne de primera. A ellos sólo se les vendía pajarilla, bofe, mondongo y los riñones. Una vez, a un negro se le ocurrió convertirse en matarife, que por supuesto era una actividad única para los blancos y no pudo nunca matar una sola vaca, ya que cuando la llevaba el día anterior al matadero para el sacrificio, en la noche los blancos la soltaban y se perdía. Dicha conducta denunciaba la negra conciencia de los blancos, que pensaban que los negros no podían comer la misma carne que consumían los blancos. Para que sus hijos no se relacionaran en la escuela con los negros, los blancos los mandaban a estudiar a otros pueblos. Si en alguna ocasión un blanco se veía en la necesidad de darle la mano a un negro, aquél, sin disimulo, buscaba la botella de alcohol y se lavaba las manos. Una empleada negra buscó de padrino a un blanco, hijo del patrón. El negrito, vendiendo periódico, lo reconoció en los estrados de la Corte Suprema de Justicia, donde ejercía el cargo de Honorable Magistrado. Cuando le dijo que él era su padrino, el representante de la Ley y de la Justicia lo mira indiferentemente y con rabia le gritó que él no tenía ahijados periodiqueros.

 

 

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