Tener un yate y pasear en él, disfrutando de suculentos platos de mariscos, respirar la brisa marina, tostarse bajo los rayos del sol y hacer largas travesías para ir de compras en puertos y ciudades lejanos se ha puesto en boga entre la clase adinerada.
No es cualquier persona de recursos medios que tiene a su haber un transporte marítimo tan costoso cuyo valor, en ocasiones, llega a alcanzar el millón de dólares y más.
Un yate requiere de mantenimiento continuo, del pago de impuestos al fisco, de personal especializado en la navegación y hasta de vigilancia privada, ya que dependiendo del calado de la nave, ésta siempre permanecerá anclada en algún puerto.
Casi siempre quienes se dan estos lujos son empresarios dueños de cuantiosas fortunas, ex jefes de estados, artistas y últimamente, narcomafiosos.
Un yate de lujo puede tener facilidades de cocina, bar, dormitorio, sala de juego, y es guiado casi siempre por sofisticados equipos de radiocomunicación satelital, debido a las distancias que se aleja de tierra firme.
Mucho difiere de las panguitas o cayucos artesanales labrados rudimentariamente por un carpintero a punta de zuela gurbia y escoplo en el tronco de algún árbol de corotú o espavé, como los que utilizan los pescadores de atarraya y anzuelo.
Esta moda reciente de la élite nos muestra un ejemplo de los dos países que tenemos los panameños; uno, el de la "high class" que se retira por temporadas al ancho mar para conjurar el estrés de la oficina y los negocios; el otro, el del hombre que baja de los cerros a pie con la bolsa al hombro llevando el fiambre del almuerzo, respirando el esmog cada día más espeso de la ciudad, y cuyas vacaciones se reducen a uno que otro paseíto a la playa con la familia, antes de retornar a su trajín habitual.