Tengo que confesar con obsesivo dolor que vivimos los peligrosos tiempos bíblicos de degeneración espiritual, donde las sagradas escrituras nos relatan de dos ciudades antiguas que fueron destruidas, como consecuencia de la corrupción imperante, sentenciadas por la cólera divina, para desaparecer luego, entre el fuego y el azufre. No pasa un día que un medio de comunicación social, no denuncie un acto denigrante de esta calaña en contra de los impuestos que paga el pueblo panameño. Impuestos que implican: sudor, sangre y hasta la muerte, porque la muerte también se encuentra en el incierto camino de las tareas laborales riesgosas.
Las actitudes del hombre sano deben ser luz y espejo de su alma, en consecuencia. ¿Cómo podemos hacer para existir los que no tenemos nada sin atentar en contra del pecunio ajeno?. ¿Cómo sorteamos los incómodos compromisos, para vivir y cumplir con las obligaciones asignadas, por los deberes ineludibles, calificados por las vergonzosas limitaciones económicas de rigor? Muy llanas las respuestas siendo honrados y honestos, caminando sobre el sendero de la ética y la moral, basada en el respeto de los bienes de los demás, sometiéndose al claro examen sin clamores ni ostentaciones presuntuosas. Tomando el límpido sendero, fija la mirada en el pináculo de las esperanzas futuras, presumiendo el bordón de nuestros recuerdos ricos de dignidad acrisolada, como único modelo para ser feliz a esta hora penumbrosa de la vida preñada de entuertos sin soluciones a la vista.
Este es el único testamento en alto relieve que les podemos heredar gentilmente a la posteridad. Meter mano donde no debemos es el valioso plano fuerte de moda, afincado en la nueva pedagogía moderna, la escuela de la corrupción y por esta vía echamos a perder aún el más delicado entendimiento de nuestra época. La mentira es efímera, ella guarda relación con los labios temblorosos que la pronuncian, sólo la verdad es eterna, respaldada por los muros inamovibles de los siglos.