Lunes 15 de junio de 1998

 








 

 

MENSAJE
La última carrera de George Ivor


Hermano Pablo
Costa Mesa, California

El chófer encendió el motor y emprendió la marcha. Los ocho cilindros de su automóvil comenzaron a funcionar en perfecta armonía. La aguja del velocímetro fue subiendo: cien kilómetros por hora, ciento veinte, ciento cuarenta, ciento ochenta, ciento ochenta y cinco. Los policías le abrían paso y el vehículo casi se despegaba del suelo.

El veloz conductor era Tom Wilks, de Geraldston, Australia, dueño de una funeraria, y en el carro mortuorio transportaba el cadáver de George Ivor, un excéntrico anciano de 79 años. Este había pedido, como último deseo antes de morir, que lo llevaran al cementerio a la velocidad de un auto de carreras.

El anciano, propietario de una granja en Australia, había sido un enamorado de la velocidad. Los autos y las motocicletas de carrera fueron su pasión durante toda su vida. Por alguna razón nunca pudo realizar su sueño de correr como el viento y superar la marca de los 180 kilómetros por hora. Por eso, antes de morir, les rogó a sus hijos, y convino con la funeraria, que lo condujeran al cementerio a esa fantástica velocidad.

Hay muchas personas que, como ese pacífico granjero, aceleran su carrera al cementerio. Decuidan su salud física con toda clase de excesos: tabaco, alcohol, drogas. A pesar de sentir síntomas serios de enfermedad, no van al médico sino que se dejan pasar los días, ya sea por pereza, o descuido o temor. Y juegan con el delito, confiando que su buena estrella los va a mantener al margen de todo peligro. Estas personas, empeñadas en quitar de a dos, de a tres o de a cuatro las hojas del calendario, van acelerando, sin darse cuenta y muchas veces sus importarles, su día final.

La vida es demasiado preciosa para desperdiciarla locamente. El cuerpo no es eterno. Se deteriora cada día. Por qué apresurar el desenlace? Por qué, sin considerar los años que podríamos tener por delante, malgastamos nuestro templo corporal como si fuera paja para ser quemada?

Cada uno somos responsables de mantener la casa donde habita nuestro espíritu. Pidámosle a Dios sabiduría para cuidar con esmero nuestro templo y reconozcamos que ese es un deber moral y espiritual. Si permitimos que Jesuscristo viva, en nuestro ser, tendremos toda la motivación que necesitamos sin necesidad de apresurar el día final, pues podremos esperarlo con tranquilidad y confianza.

 

 

 

CULTURA
Muere el padre de la arquitectura brasileña.

 

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