MENSAJE
La última carrera de George Ivor
Hermano Pablo
Costa Mesa, California
El chófer encendió
el motor y emprendió la marcha. Los ocho cilindros de su automóvil
comenzaron a funcionar en perfecta armonía. La aguja del velocímetro
fue subiendo: cien kilómetros por hora, ciento veinte, ciento cuarenta,
ciento ochenta, ciento ochenta y cinco. Los policías le abrían
paso y el vehículo casi se despegaba del suelo.
El veloz conductor era Tom Wilks, de Geraldston, Australia, dueño
de una funeraria, y en el carro mortuorio transportaba el cadáver
de George Ivor, un excéntrico anciano de 79 años. Este había
pedido, como último deseo antes de morir, que lo llevaran al cementerio
a la velocidad de un auto de carreras.
El anciano, propietario de una granja en Australia, había sido
un enamorado de la velocidad. Los autos y las motocicletas de carrera fueron
su pasión durante toda su vida. Por alguna razón nunca pudo
realizar su sueño de correr como el viento y superar la marca de
los 180 kilómetros por hora. Por eso, antes de morir, les rogó
a sus hijos, y convino con la funeraria, que lo condujeran al cementerio
a esa fantástica velocidad.
Hay muchas personas que, como ese pacífico granjero, aceleran
su carrera al cementerio. Decuidan su salud física con toda clase
de excesos: tabaco, alcohol, drogas. A pesar de sentir síntomas serios
de enfermedad, no van al médico sino que se dejan pasar los días,
ya sea por pereza, o descuido o temor. Y juegan con el delito, confiando
que su buena estrella los va a mantener al margen de todo peligro. Estas
personas, empeñadas en quitar de a dos, de a tres o de a cuatro las
hojas del calendario, van acelerando, sin darse cuenta y muchas veces sus
importarles, su día final.
La vida es demasiado preciosa para desperdiciarla locamente. El cuerpo
no es eterno. Se deteriora cada día. Por qué apresurar el
desenlace? Por qué, sin considerar los años que podríamos
tener por delante, malgastamos nuestro templo corporal como si fuera paja
para ser quemada?
Cada uno somos responsables de mantener la casa donde habita nuestro
espíritu. Pidámosle a Dios sabiduría para cuidar con
esmero nuestro templo y reconozcamos que ese es un deber moral y espiritual.
Si permitimos que Jesuscristo viva, en nuestro ser, tendremos toda la motivación
que necesitamos sin necesidad de apresurar el día final, pues podremos
esperarlo con tranquilidad y confianza.


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