REFLECTOR
El Carnicero

El Vidajena

Norberto era un laopé ocueño grandote, de ojos de gato y manos enormes, quien laboraba como carnicero en una tienda de chinitos en Ciudad Radial. Fue la sensación desde que llegó por allí hace un año, por su imagen de artista de cine y por el tamaño de su recóndita herramienta, que no le rimaba con el resto del cuerpo por lo desproporcionada y que, según él mismo decía, tenía vida propia porque aunque no estuviera dispuesto, ella seguía despierta y cumplidora por más de cuatro horas seguidas.

Traía de vuelta y media a todas las mujeres, ya fueran viejas, jovencitas, negras, fulas, feas y bonitas. Con muchas había logrado por lo menos un beso, cuando no la consumación total, que él llamaba "el gol de la labia". Las llevaba a la cama, siempre la ajena porque en su casa eran una mansa palomita titibú, y no le alcanzaba la plata para pagar los push de a pié en Calidonia.

Ofi, papá, al man le gustaban eran las más usaditas, pasadas de 50 años, a quienes volvía loca cuando las miraba y les quitaba más rápido el chen chén. Algunas se ponían de acuerdo, como en un club de la tercera edad, y se lo turnaban para después intercambiar figuritas. Con sorpresa descubrían que el tipo nunca repetía una palabra ni una posición de amor en doscientos turnos al bate.

Qué va papá, en la real vida con todo y su rutina tan agitada el buay nunca falló en su casa. Llegaba siempre a las diez de la noche, ni un segundo más ni uno menos, se daba un baño frío, comía la vianda de cavernícola que le preparaba su mujercita y se metía en la cama a vivir del amor por hora y media cuando poco.

Todo iba bien hasta que uno de los vetustos maridos engañados por las doñitas se dio cuenta del asunto. Fue por casualidad. Estaba reparando el techo de una de las casas que están remodelando en San Felipe y se le subió la presión. Por poquito se cae, si no es por uno de los compañeros quien le agarró por un chicote del pantalón diablo fuerte. Lo tuvieron que llevar al Centro de Salud y de ahí se fue para su casa. Como estaba tan enfermo caminaba despacito, abrió la puerta en cámara lenta, y cuál no fue su sorpresa al encontrar a su viejita tirada en el piso de la sala con los ojos blancos, y con la ropa conque la trajo la cigüeña al mundo, mientras Norberto la torturaba.

El escándalo fue de dominio popular porque la pareja sorprendida en el pecado salió en pelotas a la calle, huyendo del viejo quien los perseguía con un martillo y un serrucho. Después de cuatro cuadras al don le dio otro patatús y se lo volvieron a llevar urgente a la policlínica de Pedregal, de donde no salió vivo.

La doñita avergonzada se tuvo que mudar, porque el remordimiento no la dejaba vivir tranquila, y no podía volver al consejo parroquial porque el cura se dio cuenta de todo y no quiere saber de ella.

Norberto fue despedido por presiones de los maridos celosos, quienes armados con palos casi linchan al chino dueño de la tienda, quien nunca pudo entender por qué su mujer, la china Malía, lloró tanto y por tanto tiempo la pérdida del hermoso carnicero.

La historia hubiera llegado a su fin si no fuera por lo que le pasó al bauycito ocueño cuando llegó a su casa, después de conseguir trabajo en un supermercado cortando carne. Encontró que su mujercita, la cholita devota y santa que compartía su cama con él hace 10 años, con otro hombre en su propia cama. Lo peor de todo es que era un chapeado como de 60 años, pero con un portentoso compañero más robusto que el de Norberto.

Hoy el tipo, que antes de jactaba de su suerte con las mujeres, se la pasa solo de cantina en cantina después que sale de trabajar, y ya cuentan que lo han visto por Bella Vista buscando maripositas de sexo indefinido porque ahora le ha dado por aplicar el refrán aquel que dice "con la vara que midas serás medido".

 

 

 

 

 

 



 

Traía de vuelta y media a todas las mujeres, ya fueran viejas, jovencitas, negras, fulas, feas y bonitas. Con muchas había logrado por lo menos un beso, cuando no la consumación total, que él llamaba "el gol de la labia". Las llevaba a la cama, siempre la ajena porque en su casa eran una mansa palomita titibú, y no le alcanzaba la plata para pagar los push de a pié en Calidonia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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