Difícilmente pueden ocurrir transformaciones a lo interno del sistema educativo si no se garantizan estructuras físicas en condiciones óptimas que puedan acoger debidamente el proceso enseñanza-aprendizaje.
Como si fuera un libreto preparado de antemano, todos los años, antes de que comience el periodo de clases, el Ministerio de Educación inicia una carrera maratónica para reparar los centros educativos que pocos días después ocupará nuestra población estudiantil cada vez más numerosa.
El proceso de construcción, reparación y mantenimiento de escuelas debe estar centralizado en una dependencia estatal que funcione los doce meses del año con responsabilidades de planificación y ejecución de obras, y con un cronograma de inspección permanente, de manera que el educador no tenga que estar preocupándose de una materia que no le es afín a sus funciones pedagógicas.
Hay que crear conciencia en el estudiante sobre la obligación de conservar en buenas condiciones estos bienes, que al fin y al cabo serán para su propio beneficio. En esta labor les corresponde un papel de primera mano al educador y al padre de familia.
Incluso, hay que involucrar en esta tarea a la población cercana a los colegios, para que se convierta, tanto en época de clases, como en vacaciones, en garante de la seguridad de las escuelas, y que éstas no sean, durante el tiempo que no funcionan, recintos solitarios a merced de vándalos y depredadores.
En estos tiempos en que la educación privada compite con la pública, tenemos que preguntarnos ¿por qué el estudiante que se forma en escuelas particulares no daña las estructuras y utensilios escolares como ocurre en los centros educativos financiados con recursos del estado?
Hay que educar al niño, para después, tardíamente, no tener que castigar al hombre.
