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Viernes 21 de abril de 2000



“Estas manos me salvaron la vida”

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Hermano Pablo
EE.UU.

Era un viejo edificio de apartamentos en la ciudad de Nueva York. Y el ascensor era tan viejo como el edificio. Rebeca Rosario, al dejar a sus tres hijitas en su apartamento, les dijo: «Vengo en seguida. No tengan miedo.» Y la señora fue hasta el ascensor del piso número 14 donde vive.

Abrió la puerta y dio un paso hacia adentro. Pero en lugar de entrar a la cabina, cayó al vacío. La puerta no debió abrirse, pues la cabina estaba en el primer piso. Pero era un edificio viejo, y era, también, un ascensor viejo. En su desesperación Rebeca atinó a agarrarse de los cables mohosos del aparato. Sintió el terrible dolor de la raspadura, como fuego brotando de sus manos, pero aminoró la caída. Se quebró ambos tobillos, pero no se mató.

En el hospital, algunos días después, Rebeca mostró sus manos quemadas casi hasta el hueso, y dijo, «Estas manos me salvaron la vida.» ¡Qué significativa la frase de esta mujer de treinta años de edad! Al caer por el hueco de un ascensor desde el decimocuarto piso, atina a agarrarse de los cables, y al cabo de su odisea declara: «Estas manos me salvaron la vida.»

Las manos son un instrumento maravilloso, genial diseño de Dios. Con ellas se puede empuñar un hacha o un bisturí. Se puede pintar a brochazos un gallinero o, con un delicado pincel, un cuadro como «La Última Cena».

Se puede con ellas proporcionar el puñetazo más violento al enemigo, o la caricia más dulce al ser amado. Se puede con las manos robar descaradamente lo ajeno, o con honradez proporcionar el pan de la familia. Las manos de Rebeca Rosario sirvieron para salvarle la vida. Hay en la historia universal otras manos que, sin salvar la vida de quien las extendía, fueron traspasadas para obtener la salvación de la humanidad entera. Estas fueron las manos benditas del divino Redentor, el Señor Jesucristo. Las manos de él fueron clavadas a la cruz del Calvario a fin de dar su vida por la de toda la humanidad.

Ahora cualquier persona de cualquier raza, pueblo, color o idioma, de cualquier condición económica, categoría social o religión, puede ser eternamente salva con sólo creer que Jesucristo es el Hijo de Dios y que dio su vida en el Calvario como precio de rescate para su salvación. Para ser eterna y gratuitamente salvos, basta con que creamos en Jesucristo y lo recibamos como eterno Salvador. Hoy puede el día de nuestra salvación.

 

 

 

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