«Quince días de furioso temporal....
»Llueve.... »Se han paralizado todos los trabajos de la hacienda. Los hombres dormitan el día entero acurrucados, envueltos en sus gangoches y cobijas, y conversan....
-Esto va pa' largo, ¿saben? Y los ríos se van a botar ajuera...
»Jacinto se entretiene contando cuentos, que arregla a su manera.... Los muchachos... pasan las horas pendientes de los labios de Jacinto que, acurrucado sobre un banco, arrollado hasta las orejas en su cobija colorada, ... va hilvanando sus fantasías...
-¿Por ónde iba? Ah, sí, güeno... Entonces Tatica Dios le dijo a su pariente: «Así es que ya sabés, Nué: lloverá cuarenta mil días y cuarenta mil noches, contadas con la mano. Te hacés el Arca y te me metés allí con sólo una pareja'e cada animal. ¡Cuidao con la cuenta!»... Y el hombre Güeno y Justo contrató a todos los carpinteros de la vecindá y'hicieron un Arca'e puro cedro amargo, que era como un barco grandísimo, como todas estas casas juntas. Y ya comenzaron a llegar, una tras de la otra, todas las parejas de animales habidos y por haber: hormiguitas, caballos, tigres, liones, elefantes....
«Y en ese tono continúa la historia en labios de Jacinto, uno de los hermanos marimberos, que ameniza las largas horas de interminable temporal -comenta el doctor Víctor Manuel Arroyo en su prólogo a Gentes y gentecillas, que es la segunda novela del popular autor costarricense Carlos Luis Fallas-. Dios pierde en el relato la terrible imagen de juez inmisericorde que algunos chantajistas han forjado, para humanizarse, usando el habla popular y haciendo buenos chistes. Es un Dios que está más cerca de nosotros, indudablemente.»2
El doctor Arroyo tiene toda la razón. En su relato Carlos Luis Fallas humaniza a Dios en el contexto más difícil: el diluvio con el que castiga por su impiedad a la humanidad entera. Pero conste que ese mismo Dios, que prometió no volver a castigarnos con un diluvio, se humanizó Él mismo más de dos mil años después. Al hacerse hombre nos mostró que quiere estar más cerca de nosotros, y al morir en la cruz por nuestra impiedad nos mostró que no vino como Juez sin misericordia sino como Salvador compasivo. Y para completar, nos dejó constancia de todo esto en el Nuevo Testamento, que se escribió en el habla popular de aquel entonces.