HOJA SUELTA
Tener SIDA

Eduardo Soto P.
El tema de conversación la noche del Martes de Carnaval, sobre una mesa en un toldo en Puerto Armuelles, fue el SIDA. Después de un par de horas de música, cigarrillos y ron, y al cabo de cuatro días de pachanga, todo alrededor no era más que escombros, y agobiaba el tufo amoniacal dejado por chorros de orine en los rincones oscuros. Cerca de la medianoche me enteré que esta plaga devastadora se había llevado de las fincas de la Chiriquí Land Company, a decenas de personas; incluso a gente con tan pocas cosas en común como un tra-vesti y una maestra de escuela. Pero nadie habla de ello, y este silencio es peligroso. Lo cierto es que cuando el dinero llegaba como caído del cielo, casi todo el pueblo se olvidó del pudor y las buenas costumbres. Sexo, alcohol y apuestas: todo se compraba con los altos salarios que dispensaba la boyante compañía frutera. Un obrero del muelle llegaba a cobrar hasta 800 dólares semanales, y la mitad lo dejaba entre las piernas sudorosas de las rameritas que pululaban en los bares y cantinas de la frontera, cuando no, en las esquinas del propio poblado. Hoy no hay más que añoranza, tiempos aquellos cuando uno tomaba prestada por un par de horas a la mujer del compañero de juerga; cuando ellas (las mujeres) se escapaban y se metían una y otra vez en la cama del compadre, sin que la comadre supiera. Tardes y noches memorables entre gemidos y suspiros alocados, hombre con hombre; mujer con mujer; dos contra uno... o contra tres. Todo entre sábanas ajenas, forradas no con pétalos de rosas, sino con miles de bi-lletes americanos, que entraban en cada casa a tutiplén, bien sea ganados en duras jornadas en los siembros de guineo o en el muelle, o bien sacados de los bolsillos de aquellos marineros que bajaban cada semana buscando “amor”. Ahora sólo hay fantasmas. Lo que antes era un permanente festival no es más que silencio y mal olor; hambre y recuerdos de “los buenos tiempos”. Y SIDA... se quedó el SIDA. Tantos años de disipación no podían transcurrir sin pasar su factura. Quien creyó que semejante sodomia sería permitida gratis, se equivocó. Se habla de un hombre -el amante clandestino de la maestra de escuela difunta- que ha mantenido su vida de tenorio como si nada, esparciendo por las fincas bananeras y los pueblos vecinos el veneno que esconde en sus fluidos corporales. Dentro de tres o cinco años se sabrá toda la verdad; entonces veremos qué tan gigante y horrendo es el monstruo que hoy está oculto en los bananales, y del que nadie quiere hablar. Insisto... este silencio es peligroso.
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