La Semana Santa constituye para nosotros los cristianos el período del año de mayor trascendencia en el cual, en un acto de íntima reflexión, recordamos el magno sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvarnos de la muerte, del pecado y del dolor eterno.
Un Jueves como este, hace casi dos mil años, Jesús compartió el pan y el vino con sus amigos, poco antes de ser apresado en el Huerto de los Olivos por las fuerzas del Sanedrín, mientras pedía a Dios entereza y valor para enfrentar momentos de extraordinario tormento.
Allí, a la sombra de la noche, ante el tembloroso fulgor de las antorchas, debe padecer la abominable traición del amigo. ¿Cuántas veces hemos sentido ese mismo amargo sabor de la deslealtad, igual que el Cristo? ¿Cuántas veces hemos podido perdonar igual que el Cristo?
Más tarde, en Getsemaní, horas antes del sacrificio supremo, Jesús es asaltado por la duda y por el temor e implora a Dios la fuerza para apurar esa copa de dolor. Ante esta incertidumbre, el Redentor se yergue triunfador sobre las fuerzas de la tentación, utilizadas por el mal para intentar apartarlo de su destino.
Apresado por los guardias del Sanedrín, Jesús comprende en toda su magnitud el sacrificio al cual está destinado, pero le enaltece el espíritu, saber que la humanidad será redimida de sus pecados con su entrega.
No existen tantas diferencias entre nosotros y Nuestro Señor. Tal vez la mayor disimilitud es la fe y la voluntad, a veces zarandeadas por las vicisitudes existenciales. Pongamos, entonces, en todos nuestros actos, esa misma tenacidad, ese mismo amor, esa comprensión y tolerancia para encontrar la senda correcta por la que transitar.
Jesús nos demostró con su ejemplo, que más allá de las limitaciones, el espíritu se empina ante las adversidades y nos permite superar nuestras flaquezas, así como también comprender el propósito de la existencia. Es cuestión de fe poder encontrar el candil que ilumine el sendero.