El terrible pecado cometido por la humanidad, en franco entendimiento trastornado, es el de no conocer si la muerte es el mayor de los bienes recibidos por el hombre, o, si contrariamente es el hecho conmovible que trastoca la serenidad razonable del ser pensante. Anonadado por el suceso mi mente abatida era bajo la confusa reyerta de la desaparición.
Denis, la hija amada, había muerto y ante la mudez del cadáver querido, la mente desarmada fue dislocándose y una gran revolución se libraba en mi noble corazón sometiéndolo.
La tristeza y la nostalgia, incesantemente lo atribulan sin piedad, no permitiéndole palpitar con mesurada cordura. Estaba postrado en el cataclismo mental, totalmente paralizado, como aquel que ve muy cercanamente al monstruo con ansias incontenibles de exterminación.
Nunca había experimentado en la vida una experiencia que hubiese podido privar el cuerpo de sus naturales movimientos, convirtiéndolo en andrajo en manos del destino. Y me formulé la grave y sin igual pregunta, ¿qué somos y para dónde vamos?. Vanos encuentros trasminados por las ondas cerebrales buscando encontrar la justificación imposible. En ese momento todo colapsa, somos la brusca indefensa, arruinada por la soberbia del veloz e inclemente huracán. Frente a la muerte no hay preguntas, ni respuestas, gobierna la implacable incompetencia dictada por lo desconocido. Filosofar a esa hora, obra perogrullesca de todo ignorante que se pretende de listo queriendo explicar o que no conoce.
La muerte es el enigma, huérfano de explicación, ni el más versado podrá arribar a sus riveras que no se encuentre desarmado de respuestas. Denis se me escapó como la estrella fugaz que desaparece ante la vista, para ir a ocupar un lugar más allá del sol. ¡Dios la tenga en descanso y en gloria eterna!