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Santo

Milciades Ortíz | Catedrático

Cuando era niños dos cosas me anunciaban la llegada de la Semana Santa. La primera era el cantar de las cigarras. El sonido melancólico de esos abejorros nos impulsaba a la ventura de capturarlos... ¡a mano limpia!

Había que tener mucha destreza para acercárcele a la cigarra cantarina sin que se fuera... ¡y nos orinara de susto!

Al capturarla con la mano debía evitar apretar mucho, porque mataba al animal.

¿Qué hacer con la cigarra? Los niños de Parque Lefevre inventábamos varias actividades. A veces le amarrábamos un hilo de coser. Salíamos a la calle llevando nuestro "perro volador" para sorpresa de los vecinos.

Las dejábamos en los cuartos para que cantaran, cosa que no hacían mucho.

También me daba cuenta que venía Semana Santa cuando mi abuela italiana Teresa pedía que le compraran castañas.

No era fácil conseguirlas y tampoco se vendían a bajo precio. Pero era lo único de comer que pedía al año la abuela. Se las sancochaban y casi no daba una a sus nietos.

Las tres mujeres cercanas a mi hermano Orlando y a mí tenían sus exigencias de Semana Santa. Nos gustara o no, había que complacerlas.

Mi abuela pedía que la lleváramos a ver películas religiosas. Recuerdo que siendo adolescente metía a la anciana en un bus y la llevaba al cine Presidente, cerca de Calidonia.

Veía en silencio y poniendo mucha atención los dramones sobre la Biblia hechas en Hollywood.

Mi tía Elida tenía otra exigencia de Semana Santa. Había que acompañarla a recorrer siete iglesias.

Para unos chiquillos inquietos como nosotros, las dos o tres primeras se aceptaban Pero luego molestaba la peregrinación.

"¿No es lo mismo que vimos en la otra?", preguntábamos con ganas de irnos a casa a jugar. Pero teníamos que ir hasta el final...

Mi mamá nos llevaba a la procesión por más que protestáramos.

Entonces Orlando y yo inventábamos "gracias" para entretenernos.

Hacíamos muecas a las niñas. Otras veces queríamos pisarle los trajes largos para molestarlas.

Una vez tratamos de unir una falda a otra con alfileres.

Pero la peor travesuras fue llenar con harina cascarones de huevo...¡y tirarlos con disimulo para atrás!

Ya más grandecitos, nos metíamos a la playa el Viernes Santo para demostrar que no nos convertíamos en peces, y comíamos carne que habíamos guardado de días antes.



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