FAMILIA
El Trotacalles
Joaquín A. Arias E.
Presidente Pro Vida
Nuestra conducta es tan absurda
e incomprensible con respecto a la primera dosis, como la del trotacalles
que tiene la manía de cruzar precipitadamente de un lado a otro sin
importarle un bledo el peligro que le circunda.
Es para él una gran diversión cruzar la calle de cuatro
saltos, en medio del presuroso vaivén de vehículos. A pesar
de las advertencias de sus buenos y afectuosos amigos, que quieren evitar
que un automóvil le rompa la crisma, nuestro incauto viandante sigue
divirtiéndose hasta más no poder, año tras año,
con su manía pedestre.
Hasta este punto pudiéramos tildar de muchacho díscolo
y tonto, con rara ideas de lo que significa divertirse. Más no le
comparemos con el chicuelo travieso que a regañadientes podemos convencer
de que se deja de corretear por la calle, porque nuestro hombre totador
es distinto; persevera en su obstinación, y llega el día en
que el hado le abandona, estropeándose levemente por primera, segunda
y tercera vez.
Claro está que si fuera una persona norma, bastaría con
estos percances para que dejase de cruzar la calle tan precipitada y negligentemente.
Pero a pesar de esos reveses llega el momento en que vuelven a estropearlo,
sufriendo en esta ocasión la fractura del cráneo.
A la semana siguiente, en el preciso día que sale del hospital
con un solemne vendaje en la cabeza, que bien hubiera podido servirle de
detente, se lanza a cruzar la calle a toda prisa. Sin ninguna clase de precaución,
y choca contra un tranvía que viene a toda velocidad y le rompe una
mano.
Jura entonces nuestro trotacalles que no volverá a cruzar la calle
de prisa y que se fijará bien en el tránsito de vehículos
antes de disponerse a pasar. Vana promesa porque a las pocas semanas el
pobre diablo es víctima de otro accidente en el que sufre la fractura
de ambas piernas.
No obstante sus propósitos de enmienda, en los años que
siguen este hombre persiste en su inexplicable conducta por las calles y
finalmente llega a verse en un estado físico tan lamentable que no
puede ni siquiera ir a trabajar. Su esposa se divorcia y todos llegan a
considerarlo un hombre ridículo. Tratando de valerse de todos los
medios a su alcanse para corregir su comportamiento endariego, se interna
en un sanatorio con la esperanza de enmendarse.
Pero la misma tarde serena en que sale del sanatorio, cruza la calle
y viene un carro de bomberos vertiginoso, pidiendo vía libre, que
le arrolla y le rompe la columna vertebral.
Preguntamos ahora si no hay sobrados motivos para suponer que ese individuo
esté loco.
El lector pudiera pensar que resulta exagerada nuestra ilustración
pero si se detiene un momento a establecer un parangón, verá
que no lo es. Nosotros, los que hemos pasado por el crisol, tenemos que
admitir que si sustituímos el ansia de adicción por la manía
de trotacalles, la ilustración encaje perfectamente.


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