Miércoles 3 de marzo de 1999

 








 

 


MENSAJE
Todo esta saliendo perfecto. hasta ahora

Hermano Pablo,
Costa Mesa, California

La fiesta había sido preparada minuciosamente. Habría limosine para llevar a los jóvenes al hotel. Habría licor, por supuesto. Habría también música rock, la música de los jóvenes. Y habría, después, cuartos y camas para todos.

Becky Cranston, de dieciocho años de edad, flamante graduada de la secundaria y con beca para la universidad, habló por teléfono con una amiga desde el cuarto de hotel que compartía con cuatro jóvenes. &laqno;Todo está saliendo perfecto, hasta ahora.» En eso, sin terminar la llamada, una bala, disparada por uno de los estudiantes en estado de ebriedad, le cortó el habla, y le cortó también la vida.

En todas partes los jóvenes celebran el fin de curso y la promoción, ruidosamente. Hay salidas a lugares de entretenimiento, hay bailes, hay comidas, hay licores, y en muchas fiestas tampoco falta la droga. En la fiesta de Becky había de todo eso. Y había además un revólver.

Por uno de esos infortunios incomprensibles, un disparo fortuito dio justo en el corazón de la joven. Podría decirse que nadie tuvo la culpa, porque el acto no fue intencional. Y en efecto, no lo fue.

¿Pero podremos, con un gesto de indiferencia, decir que la ley de la cosecha no tiene importancia? ¿Había necesidad, realmente, de que tuvieran licor en la fiesta? ¿Había necesidad de tomar y tomar hasta perder la razón? ¿Había necesidad de andar con un revólver cargado? Seguro que no.

Nadie puede hacer caso omiso de leyes morales sin sufrir las consecuencias. La ley moral: &laqno;Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7) opera en la vida de todos los hombres, de todos los tiempos y de todos los lugares. Cuando uno es su propio amo y señor, es decir, cuando Dios sale sobrando o es un estorbo, y cuando sus leyes eternas son ignoradas, el error, el mal paso, la fatalidad, la calamidad, rondan a la vuelta de cada esquina.

Más vale no presumir que vamos a poder evitar las consecuencias de nuestras acciones. Nadie puede. Todo lo que sembramos, fatal e irremisiblemente, cosechamos. No podemos eludir esta gran ley universal.

¿Por qué no aceptar el señorío de Cristo en nuestra vida? Cuando Jesucristo es nuestro Señor, todos nuestros actos aquí en esta vida producen bien, y reciben además la gloria eterna. Cristo quiere ser nuestro Señor.

 

 

 

 

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