HOJA SUELTA
Primer Beso

Eduardo Soto

Fue en el descanso de la vieja escalera acaracolada de la casona 4-39 en San Felipe. Ocurrió de tarde, como a las cuatro, y esa hora es preciosa en el barrio. Ambos teníamos 11 años. Ella fue bautizada con un nombre de penitente: Magdalena.

Era una niña con delgados cabellos rubios (más bien rojizos, como el oro viejo) que le caían sobre los hombros. Tenía la piel suave y bronceada, parecida a los espaguetis sin cocinar, y exhalaba un vaho infantil y amargo a la vez de su pequeña boca de muñeca, donde se escondían dos hileras de dientes en perfecta formación militar; a excepción de uno que, travieso, se le encaramaba sobre el colmillo derecho y rompía el orden al reírse. Su voz era grave, parecida al rugido de las olas en el malecón, y al hablar podía embrujar a cualquiera que cayera en la trampa de oírla y mirarla al mismo tiempo a los ojos, ese par de joyas marrón que se protegían entre espesas pestañas negras, como drácula con su capa.

El beso fue corto y nervioso. Casi insignificante, si lo miro más de 20 años después. Pero fue una revelación. Dejé de ver a las vecinas con los mismos ojos y, desde entonces, hay unos resortes extraños en mi cabeza que saltan de sus pernos cuando se acerca drácula.

También descubrí el miedo. Es algo incontrolable y filoso que se te mete en el cuerpo y lanza loma abajo cualquier sensación de seguridad que tan pronto como a los once años, se puede tener en la casa paterna.

Ocurría que Magdalena tenía "novio". Era un chiquillo perequero (su golpes de karate y su valor durante las peleas callejeras, que rayaba en locura, tenían rango de leyenda). Tengo que aceptar que el condenado era valiente, porque se fajaba con cualquiera sin importar el tamaño y el número de los contendores.

El no pasaba de 13 años entonces, pero todas esas horas en las canchas de baloncesto y el "surf" le habían propiciado un cuerpo casi de metal, gigantesco e indestructible. Yo, por el contrario, de libros y clases de guitarra no salía, lo que me hacía un rival en desventaja.

Así que cada vez que me lo encontraba en la calle, las rodillas se me convertían en castañuelas. Nunca supe si se llegó a enterar de aquel beso furtivo entre la penitente y yo, pero como buen pecador no me atrevía a mirarlo a la cara. Me imaginaba que en cualquier momento me lo iba a encontrar y me iba a arrancar la piel con sus propios dientes.

También me imagino que eso sienten los policías de frontera cuando se enteran que los guerrilleros están por las montañas cercanas a sus puestos. Cuando se imaginan lo que les puede ocurrir en manos de esos asesinos profesionales, seguro sienten ganas irreprimibles de correr. A mí el miedo se me quitó cuando crecí y alcancé el mismo tamaño de ese loco. Y es posible que también eso les pase a nuestros policías.

 

 

 

 

 



 

AYER GRAFICO
Los últimos días de Loma de la Pava y su traslado a las afueras de la ciudad


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Sin embargo, me gasto el dinero en licor


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