El problema comenzó casi desde que se conocieron. Se trataba de sesiones de alcohol y marihuana, y de enojos y malentendidos. Y Diana Silveira y Geraldo Sousa, que hacían vida juntos, compartían por partes iguales el maldito juego.
El sábado 22 de junio de 1991 sumaron algo más: la ruleta rusa. En medio de vapores de alcohol y estupefaciente de marihuana, Geraldo sacó su revólver y, mientras insultaba a Diana, frotaba nervioso su arma.
Lentamente extrajo de su bolso una bala, una sola bala. La introdujo en el tambor del revólver y, con el chasquido de metal contra metal, regresó el tambor a su lugar. Luego, con esa misma pausa deliberada, hizo girar el tambor, acercó el arma a la sien y apretó el gatillo.
Geraldo tenía veintiséis años de edad.
¿Qué es esa confusión dentro del ser humano que lo hace llegar a tales extremos? ¿Qué influencias, qué dramas, qué dolores pueden afectar de un modo tan negativo a una persona? ¿Qué puede hacer que alguien ponga una bala en el tambor de un revólver y con calma use el arma contra sí mismo? ¿Será sólo un juego? De ninguna manera. Quien llega hasta fronteras tan terminantes ya no quiere seguir viviendo. Y aquí se interpone otra inquietud. La pregunta es casi obligada.
¿Por qué no querrá una persona vivir? Todo en nuestro universo tiende a la vida. Nada ni nadie nace para morir. Nacimos para vivir. Incluso cuando ya por la edad avanzada tenemos que partir de esta vida, lo hacemos a la fuerza. ¿Qué, entonces, es lo que interrumpe esta gran ley de la naturaleza?
Cualquier cosa que nos quita el deseo de vivir es antinatural. La vida busca perdurar, y cualquier cosa que altera esa ley es antinatural. Partiendo de esa premisa, tenemos que entender que el deseo de morir no viene de nuestro Creador. Dios desea darnos vida, y ésta en abundancia.
Si pensamos que no hay razón de vivir, es porque no tenemos una relación personal con nuestro Creador. Busquemos en Jesucristo la paz, el gozo y la satisfacción que ahora no tenemos. Él cambiará nuestra depresión en paz, nuestra tristeza en gozo, y nuestra confusión en claridad. Él quiere darnos vida abundante.