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Fermín Agudo Atencio

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Despojos de la Urbanidad

La mayor preocupación del maestro y del padre de familia en el pasado, era la de crear en el niño en sus primeros años de vida, sólidos hábitos morales que ratificaran fuertemente su conducta posterior. Conceptos básicos de aritmética en general y de ciencias naturales, eran auxiliados sin descuido, por posturas positivas que serían las base del éxito en el porvenir no muy lejano, y el comportamiento deseado crecía ante el ojo inquisidor y las manos solícitas de un educador perseverante. No había cabida para el desliz; sólo la rectitud alimentaba el sistema educativo, pletórico de metas ambiciosas. Así se desarrolló por décadas: vigoroso, codicioso, cargado de una lozanía sin igual, era el resultado de una modelación perfecta. No se escuchaba la palabra reposo en este bregar constante de abejas en apremio. Nunca he trabajado tanto, como en mis años de aprendiz en la escuela elemental, un segundo no se desgreñaba, faltaría para siempre en la tarea emprendida y muchas veces nos quedábamos con el maestro afianzando ciertos conocimientos que no estaban bien afincados, a todo esto, eran dos jornadas diarias que brillantemente se cohesionaban.

Nadie rezongaba, el respeto circulaba como una sabia nutriente con sus antenas multiplicadoras reforzando sigilosamente el suntuoso santuario de la prosperidad cognoscitiva. No se podía dar cuartel a la holgazanería y al desorden, los mismos estaban lejanamente proscriptos. Esta labor extraña la acariciábamos todos aquellos que habíamos hecho juramento sacrosanto a los más elevados elementos de abnegación.

Así crecimos, cuerpos robustos en un sistema de educación robusto luego complementado con el nivel secundario, cuya promoción normalista ha dado como frutos dos ministros de educación, siendo uno de ellos la doctora Doris Rosas de Mata y otros profesionales que han dado brillo a la patria de hoy. Cuando niños nos preguntábamos siempre; ¿Cuánto ganaste en urbanidad?. Porque el boletín traía una casilla donde se calificaba esta disciplina que era de evaluación constante como cualquiera otra de índole sumadora.

Pero un aciago día, para ruina de todos algún sabio delirante de esos que abundan tanto en nuestro medio; arremetió en contra del órgano palpitante, arrebatándole la fuerza con alevosía inaudita. El dardo infame se incrustaba engalanado con potencia en el corazón de la decencia, para asombro de todos y el respeto modoso y plañidero concurría diligente con los oscuros guiñapos que servirían de mortaja.

Y la tentación de este descalabro la sufrimos todos los que nos hemos propuesto llevar una vida con decoro. No sé a qué pasión obedecieron estos descabellos, cuando se propusieron con amorfia a lapidar la virtud. Una educación sin urbanidad es como el viejo puente de madera, amparados por el endeble pasamanos próximos a romperse, donde cada intento para avanzar se convierte en una ficción imposible. Llegó el momento, cabizbajos y meditabundos asistimos un día a los funerales del decoro: la urbanidad, el respeto y la moral, sellados eran para siempre donde dormirían el sueño eterno. La moral la han unido con religión; ¿Pero qué se enseña de moral en la escuela primaria pública?

 

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