A tres días de la Navidad, el pueblo panameño se prepara para celebrar las fiestas del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, con un creciente entusiasmo.
Es propicio el momento para hacer reflexión sobre el sendero por donde transitan nuestras vidas y enfrentar de manera equilibrada la compulsión por el consumo material en perjuicio de valores más permanentes.
La época es favorable para demostrar nuestros afectos y simpatías, a través de obsequios, pero también lo es para descubrir el sentido de la existencia y de nuestros proyectos en un mundo cada vez más indiferente y dislocado.
Más allá de las contingencias y vicisitudes debemos sintonizar nuestro espíritu con la realidad revelada en aquel pesebre de Belén donde el mundo material era testigo de la encarnación del Hijo de Dios para rescatarnos de las garras del pecado.
El nacimiento de Jesús evidencia la intención del Todopoderoso de demostrarnos el valor sublime del amor, de la piedad y la misericordia. Cristo nace en un pesebre porque no es la cuna lo que otorga la gracia, no son las posesiones las que abren las puertas del cielo.
La sonrisa de un niño es más valiosa que un diamante, la unión familiar es más cálida que las brasas de una hoguera, compartir un bocado de alimento es más noble que el emblema más rancio y aristocrático, el amor por el prójimo es una cumbre más elevada que el más alto de los cargos.
No es tiempo de narcisismo consumista, sino de encuentros postergados, de reconciliaciones, de perdón. No es tiempo de críticas acérrimas ni de violencias, sino de reconciliación, no es tiempo de lamentos, sino de bendiciones.
El mundo se apresta para dar la bienvenida al Redentor. Cada país tendrá sus costumbres, sus tradiciones, pero tras el símbolo debe alentarse una restitución de propósitos de cambio, de crecimiento y desarrollo bajo los preceptos establecidos con ese precioso acontecimiento ocurrido hace más de dos mil años en un humilde campo de Belén. ¡FELIZ NAVIDAD!