En nuestra cultura caribe y latina, mezcla del romanticismo italo-español, el fuego africano y el machismo judeocristiano, la figura de la mujer está terriblemente distorsionada. Por razones más bien extrañas, la figura de las madres se ha levantado entre estrellitas y flores, como en las tarjetas de felicitación de esta época.
Se espera de ellas una gran capacidad de llanto, de sacrificio y silencio. Cuando se les evoca, se les equipara mucho al mártir, más cerca de la muerte por cansancio, que a la felicidad y la realización personales.
Esta forma de pensar se pasa de generación a generación. Es la madre la que debe levantarse en las noches para atenderlo todo, la que hace la comida, la que vela el sueño de sus hijos enfermos, la que acompaña a todos en la casa.
Los hombres, por el contrario, son algo muy parecido a un rey, a un déspota romano que tiene poder sobre la vida o la muerte de la familia.
Y así criamos a los hijos, los varones con mayores libertades y beneficios, las niñas condenadas de antemano al martirio.
¿Por qué no ver a la madre como lo que es? Simple y bellamente transmisora de la vida, recipiente en el que se cultiva la semilla. No obstante, es una persona con derechos y con sueños y metas personales y esperanzas.
Los hijos y los esposos no debiéramos interferir en ese camino de ascenso de la mujer como persona, y está muy mal que siempre esperemos de la madre una paciencia y fortaleza más allá de los límites. |