OPINION

HOJAS SUELTAS
Eva y su carro

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Eduardo Soto P.
Crítica en Línea

Con frecuencia recuerdo a Eva, un mujerón de caramelo a la que le gusta el baile, la noche y el vino tinto. La conocí porque así tenía que ser, porque no se debe pasar de largo en la vida ante una risa perfecta, de dientes de azúcar y espuma, una figura hirviente y táctil, y un apetito sin treguas por las cosas del corazón.

Era imposible no reaccionar feliz ante el color azabache de esos ojos, que miraban al estilo panameño: entrecerrados, como si ella estuviera permanentemente besando a alguien en la boca, atrincherados tras la capa de drácula de sus gruesas y largas pestañas felinas.

Su pasión es el folclor y gracias a ese interés, que le consumió varios años de vida, le dio la vuelta al mundo. Fue ese el tema común que ayudó a que pasáramos horas y horas diseñando páginas de periódico, y yo entendiera de una vez y para siempre que hay tres estilos básicos de pollera, y que la prenda que va con todos es la cadena chata, que a ella le quedaba tan bien como las diademas a una princesa mora.

En una ocasión oí su voz al otro lado del hilo telefónico, y pedía auxilio. Al salir del supermercado, con una veintena de paquetes a cuestas, el achacoso carro que tenía decidió no funcionarle, por lo que se había quedado náufraga en la tierra firme del estacionamiento privado de la tienda, sin idea de qué hacer.

Por alguna extraña razón que desconozco, pensó que yo podría ayudarle. Le dije que esperara un poco, mientras terminaba mi trabajo en el periódico, y al cabo de un rato aparecí con la raída bolsa de escuela donde guardo algunas herramientas oxidadas que nunca uso, y bien dispuesto a arreglarle el auto.

Empecé por desbaratarle el distribuidor. Se trata de una pieza muy parecida al pulpo, porque tiene largos tentáculos de caucho que terminan conectándose con las bujías, esos cilindros de porcelana que transmiten corriente eléctrica al motor, y los maleantes usan para romper sin mayor estrago las ventanillas. En esa burbuja de plástico, el distribuidor, duerme el platino, una retorcida e insignificante horquilla metálica que genera la chispa necesaria para la ignición. Pensé que ahí estaba el problema y me dispuse a separar todas las partes para "analizarlas": nunca más pude armarlo y lo dejé inservible. Lo mismo hice con el carburador y el motor de arranque, algo así como los pulmones y el corazón en el cuerpo humano. Yo, cirujano aventurero, zafé todos los tornillos, desconecté los cables esenciales, corté los tensores y hasta "desajusté el tiempo", es decir, dejé el carro cojo y sin energías.

Después de ese episodio bufo, pasó poco tiempo antes que Eva se perdiera para siempre en la bruma de las desilusiones. Estoy seguro que cuando oye hablar de mí, lo que recuerda es que fui alguien que le desahució el carro. ¿Estallará de risa?... Tal vez.

Yo guardo el asunto en mi memoria con algo de vergüenza, y no me río, porque desde que agarré la primera pinza supe que todo terminaría en desgracia, ya que nunca he sido muy bueno en trabajos manuales, y aún así -para jugar al héroe con la muchacha-, acepté hacerle la cirugía profunda al vehículo. Algo muy parecido a lo que hacen los políticos de turno quienes, sabiendo que no tienen ni la preparación ni el talento básico, insisten en jugar a ser mecánicos con el motor de la Patria.

 

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