OPINION

HOJAS SUELTAS
El narizón

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Por Eduardo Soto
Periodista

Tres de noviembre en San Felipe. El barrio ya hervía antes que el sol asomara sus primeras lucesitas púrpura, que vienen acaballadas sobre la brisa trepadora que se escurre desde el malecón. Aparecen gruñendo por cada bocacalle las grúas del Tránsito, carraspeando con su rudo mal humor, y tras la emboscada se llevaban los carritos viejos. Limpiaban la ruta del desfile. A lo lejos, más allá del canto del gallo y el aroma a pan y leche, los tambores. El bullicio juvenil se levanta como olas que revientan sus espumas en la arena, y que pronto se convierten en maremoto, en ciclón. El fragoroso león de las bandas musicales mueve la cola, resopla en la plaza Catedral, en el parque Herrera o Las Bóvedas. ¡Viene la vaina, decía mi padrastro!

Los zaguanes vomitan taburetes, sillas de playa, paraguas, gentes de índole esencial que vienen a sentarse en la acera, engorrada y enlentada, para estar cerca de las mesitas de madera carcomida donde se instala el banquete de souse, picadillo, carne en palito y carimañolas.

¡ULULA LA MAÑANA! ¡VIENEN LAS MOTOS DE LA POLICÍA!

Recuerdo al narizón que por tres o cuatro años vimos marchando con los "rompecalles" de la Escuela Náutica. Era aindiado, chaparro, extremadamente trigueño y casi no tenía piel: todo era músculos, fibras, huesos y nervios. Siempre lo ponían en el extremo de la fila. Nunca al centro. Tal vez porque sabían que era la atracción.

Primero nos instalábamos en el atrio de la Catedral para contemplar en todo su esplendor la serpiente blanca, sinuosa y elegante; cientos de muchachos en perfecta formación con sueños de marinero, sin errores ni espacios sobrantes, con sus vestidos pulcros y sus gorros de gente de mar. "¡Disciplina, cadetes, disciplina!".

Luego bajábamos a la acera para ver al narizón. Parecía metálico, robot, un GiJoe de tamaño natural y poderoso, con un rigor en brazos y piernas que nos hipnotizaba. Era un "rompecalle" puro. Pateaba con furia los ladrillos bajo sus zapatos relucientemente negros. Los quería hacer polvo. Con un mazo o un taladro en sus manos no habría sido más vehemente. Las callejuelas no se quejaban, pero sabíamos que les dolía.

Al narizón lo seguíamos desde Catedral hasta un poco antes del Banco Nacional en la Central y calle 16, porque ese día hasta ahí tenía vigencia el salvoconducto de nuestras mamás. No sé por qué a nadie se le ocurrió nunca transgredir el mandato. Creíamos que ellas nos podían ver de alguna manera a través de los muros; que si cruzábamos la "línea de la muerte" nos explotaría en la cabeza la burbuja de nitroglicerina que ellas nos incrustaron al nacer; o que simplemente se iban a enterar -porque lo harían- cuando nos vieran a la cara y leyeran en nuestros ojos pecadores los códigos burlones de la infracción.

Algo que no he podido olvidar es el mutismo de estatua del narizón. Todo el camino íbamos junto a él burlándonos de su gran nariz, de su caricaturesco perfil egipcio, de su ímpetu patológico. (Nos burlábamos, pero en el fondo queríamos ser como él) Y el narizón ni se inmutaba. Jamás, en tres o cuatro años nos miró, y mucho menos nos dirigió la palabra. Se podría decir que ni respiraba. Tal vez era de bronce.

Hoy sé que no era otra cosa que una disciplina marcada con fuego en su espíritu. Un tatuaje que le fijaron con tormentos innombrables, y que le hizo preocuparse por ser perfecto, por obedecer la norma y cumplir más allá. Porque así debe ser en el mar, donde un orden incumplida puede significar que te tiren al mar.

Algo de eso nos hace falta en el Panamá del siglo XXI: disciplina... y echar al agua a un par de avivatos.

 

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