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Cuerdas flojas

Hermano Pablo | Reverendo

Carlos Wallenda, osado equilibrista, comenzó a cruzar el precipicio rocoso de Tallulah, Georgia, en los Estados Unidos, caminando por un cable de trescientos metros de largo. El cable estaba suspendido sobre un abismo de 213 metros de profundidad.

A mitad de camino se paró de cabeza sobre el cable, y agitó los pies, saludando así a los 35 mil espectadores. Cuando le faltaban aún 80 metros para llegar, los electrizó a todos, ya que pareció haber perdido el equilibrio. Pero se repuso, siguió su increíble recorrido sobre el abismo, y llegó sano y salvo al otro lado.

Una de las hazañas más impresionantes del mundo es la que realizan los acróbatas del circo. Casi ninguno de nosotros se atrevería jamás a hacer tal cosa. Y, no obstante, todos caminamos a diario, sin saberlo, por una cuerda floja, sobre el insondable abismo de la perdición eterna.

La tensión del cable suspendido sobre ese abismo moral y espiritual es tal que llega a ser una cuerda floja en la que se balancean el acierto y el desliz, la cordura y la caída, el bien y el mal, la virtud y el pecado. Y el riesgo que corremos caminando sobre ese abismo es mil veces peor que el que corren quienes cruzan los abismos más impresionantes.

Por lo tanto, más vale que no tomemos a la ligera ni arriesguemos innecesariamente el éxito de nuestra travesía por la cuerda floja que es la vida. A eso se refería San Pablo en la primera carta que les escribió a los discípulos de Cristo en la ciudad de Corinto. «No quiero que desconozcan, hermanos -les advirtió- que sin embargo, la mayoría de ellos no agradaron a Dios, y sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.

Todo eso sucedió para servirnos de ejemplo, a fin de que no nos apasionemos por lo malo, como lo hicieron ellos.... No cometamos inmoralidad sexual, como algunos lo hicieron....

Todo eso... quedó escrito para advertencia nuestra, pues a nosotros nos ha llegado el fin de los tiempos. Por lo tanto, si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer».

Acatemos la advertencia del apóstol. Al fin y al cabo, somos nosotros quienes determinamos si llegamos sanos y salvos con la ayuda de Dios, al otro lado del abismo.




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