OPINION


Destrucción total

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Por Hermano Pablo
Reverendo

El auto era un lujoso Mercedes Benz, modelo 88. La dueña era una hermosa mujer llamada Helen Arklie, de cuarenta y cinco años de edad. El vecindario era uno residencial de clase media alta en Tadley, Inglaterra. La casa escogida era una nueva, de tres dormitorios, dos baños y dos patios.

Y Helen, llena de celos y de ira, puso en marcha el Mercedes y lo lanzó a toda marcha, en segunda, contra la casa. El auto rompió varias paredes, arrastrando la cama matrimonial hasta el patio interior. En la cama estaban su marido David y una amiga suya, amante de David.

"Sé que causé mucha destrucción -le dijo Helen al juez-. Pero mi marido ha causado una destrucción mucho más grande."

Sin duda alguna, el adulterio provoca toda una serie de daños, rompimientos y destrozos. Es tan destructor como una bomba de gran potencia que cae en una escuela de niños o en un hospital de paralíticos.

Veamos cuántas cosas rompe el adulterio. En primer lugar, quebranta los votos de fidelidad que se dieron mutuamente los esposos. En segundo lugar, rompe la armonía entre los cónyuges. En tercer lugar, quiebra la tranquilidad de conciencia. En cuarto lugar, destroza la felicidad. ¡No puede haber felicidad en un matrimonio cuando el adulterio ha dado su mordisco fatal!

En quinto, sexto y séptimo lugar, destruye la moral, la conciencia y la dignidad. Y por fin destruye la familia y priva a los culpables de la paz.

¿Hay cura para tanta destrucción? Sí, la hay. Pero tiene que haber un deseo mutuo de que se restablezca la armonía. Tiene además que haber un esfuerzo de las dos partes, un esfuerzo casi sobrehumano en el que cada uno haga lo mejor posible para que esa unión permanezca. En tercer lugar, hay que volver a los principios bíblicos y cristianos. Si Dios no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican.

Cristo tiene que ser el punto de enfoque de los dos integrantes del matrimonio. Mientras no esté Cristo en el hogar, no habrá coherencia ni vínculo que pueda mantener unida a esa pareja.

Invitemos a Jesucristo a nuestro hogar. Él quiere entrar y quiere darnos su paz. Sólo hay que abrirle la puerta.

 

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