En nuestros barrios populares, la agresión armada parece haberse convertido en la única opción para resolver los conflictos, sobre todo entre los más jóvenes.
Hace menos de 20 años, cualquier diferencia entre adolescentes en una cancha de juegos no pasaba de un par de trompadas. Ahora, se organizan emboscadas en las que una de las partes termina tirada en la calle con 10 agujeros de bala, y todo por una tontería.
Solo hay que ver los noticieros en la hora estelar y ver los periódicos para darnos cuenta de que casi todos los días hay asesinatos con armas de fuego. Las razones son muchas: tumbes de drogas, peleas entre pandillas por el control del territorio, robos de armas de reglamento a los guardias de seguridad, venganzas personales y arranques pasionales. El resultado siempre es el mismo: la muerte.
Las calles de la ciudad capital están repletas de gente de todas las clases sociales que portan armas de fuego. Y no nos engañemos: mientras más armas hay allá afuera, más las posibilidades de que serán disparadas.
En julio pasado el gobierno nacional llevó a cabo la mayor destrucción de armas de fuego en años recientes. Un arsenal de 986 armas de fuego desde pistolas calibre .22 hasta rifles de asalto para la guerra fueron destruidos en un acto altamente publicitado. Pero todo ese armamento solo constituye una fracción del total de armas ilegales y legales que circulan y cambian de manos.
Hemos llegado al punto en que los maleantes de este país están mejor armados que los mismos estamentos de seguridad.
Cualquier gobierno que tenga la seria intención de mejorar la situación de seguridad tiene que comenzar atacando las fuentes: los traficantes de armas y sus intermediarios en el país.